lunes, 9 de noviembre de 2009

Cádiz en la distancia

En este viaje quería ver algo de la Costa de la Luz, pero especialmente Cádiz y El puerto de Santa María. Elegí un alojamiento en esta última localidad, pues de entre todos los sitios consultados, fue la mejor opción que encontré. Y he tenido una suerte bárbara, ya que el hostal El Baobab es magnífico, tanto por sus condiciones, como por el trato que brindan a sus huéspedes.

He recorrido El Puerto varias veces, cosa fácil ya que me alojo aquí, y he realizado las visitas turísticas adecuadas. Y todo está en su sitio. Es un entorno tranquilo y se encuentra bien cuidado. En su centro histórico, no se ven las salvajadas que se han perpetrado en otros lugares.

Pero, algún pero ha de tener. Esa importante población (de más de 80.000 habitantes), al igual que las restantes de la zona, al caer la noche se encuentra aislada. No existe ningún transporte público permanente. Una vergüenza, vaya.

El clima también me ha acompañado. Me recibió con una fina lluvia y los dos días siguientes estuvo semi-nublado. Además, casi a punto de concluir una excursión por la costa que da a la bahía, fui obsequiado con una fugaz a la par que intensa tormenta. La tarde había estado medio, medio; pero cuando me fijé en el extremo de la ciudad de Cádiz, que se vislumbraba en la distancia, vi por esa parte que se abre al Atlántico una masa tan oscura, que casi me pareció que absorbía la luz. Por ello emprendí una prudente retirada, pero la tormenta corrió más. Hay que decir en mi descargo, que yo desconocía la zona y a la tempestad no le importaban los accidentes del terreno. Así que de repente cayeron los primeros goterones y sin más dilación se largó a llover, o a diluviar, según se mire. Y tan rápido como había comenzado, el temporal se disolvió. ¡Todo un espectáculo!

Los restantes días, han sido radiantes casi todos. Y eso que estamos a finales de octubre. Como os decía, he paseado por aquí y también he visitado Sanlúcar de Barrameda, El Puerto Real y el Parque Nacional de Doñana. Y, cómo no, también he disfrutado de la gastronomía local, centrada en el pescaito frito.

Pero me faltaba un lugar. Una ciudad que se asomaba a lo lejos, al otro lado de la bahía. Siempre algo brumosa. Siempre levemente distante. Envuelta en ese halo de misterio que su situación y entorno propician. Y aquí sugiero a quienes no conozcáis sus características geográficas (especialmente a vosotros, queridos amigos americanos) que consultéis su peculiarísima forma y ubicación.

Además, Cádiz es la única ciudad de toda esa zona que ya conocía. Estuve hace unos treinta años, en el transcurso de uno de mis viajes pegatineros. Y entonces ya me pareció una ciudad muy diferente a las restantes que conozco. Una ciudad anclada en el tiempo. En el siglo pasado concretamente. (Esto es lo que recuerdo, ahora debería decir “en el siglo ante-pasado” si se me permite la licencia.)

Resulta que es una ciudad que no tiene espacio libre para expandirse, a lo que debe de añadirse que la escasa firmeza del terreno (supongo) hace que en la época referida ya se alcanzara el tope de altura posible. Por ello se salvó de las aberraciones urbanísticas que han degradado otras urbes.

Y, además, es preciosa. Por algo la llaman “la tacita de plata”.

El caso es que esa ciudad se resistía a mi nueva visita. Traté de ir un día, y al acercarme al muelle, vi como zarpaba el catamarán. Al no estaba dispuesto a aguardar al próximo, en esa ocasión no fui.

Al día siguiente, lo intenté de nuevo, tras consultar los horarios. Y sí, llegué al puerto a tiempo, pero como había mala mar en la bahía, el servicio naval estaba suspendido y habían habilitado el pertinente autocar para reemplazarlo. Naturalmente que no era lo mismo. Yo quería ir en barco. Yo quería cruzar la bahía, no ir por la carretera. El viaje es tan importante como el lugar al que se va. Así que nuevamente me quedé en tierra.

Y otro día, en el que no había temporal y dentro del horario adecuado, me acerqué por tercera vez a la terminal. Y sí. A la tercera fue la vencida y en esta ocasión lo conseguí. El catamarán zarpó y su metódica marcha comenzó a acercarme a mi destino. Poco a poco los perfiles iniciales fueron definiéndose, el puerto de arribo mostró su bocana y el buque me deposito, con sumo cuidado en la mítica ciudad.

Recuerdo de mi visita anterior que lo que más me impresionó, además de la arquitectura ya reseñada, fue algo intangible. Fue el olor. Algo que entonces definí como el olor a Cádiz. Se trataba de una peculiar mezcla de sal, con pescado frito.

Resulta que Cádiz tiene mar por casi todos lados y en el istmo estaban las salinas. También eran bastante habituales los puestos de venta de pescado frito, vendidos al peso y entregados en papelinas de papel. Y tras comprar lo que quieres, puedes sentarte en cualquier bar para tomarte tu vino o tu cervecita mientras te comes el pescado. Aconsejado por un lugareño, entonces pedí: choquitos fritos y cazón en adobo. ¡Hum!

Pero en esta ocasión “no olí a Cádiz”. Tal vez fue la hora, el lugar de entrada (el puerto en vez de la estación), el cambio de costumbres, el paso del tiempo, el recorrido o yo qué sé. Esa parte del recuerdo no se reforzó con una nueva dosis. Qué lástima.

Deambulé un poco y tras informarme, de entre las rutas posibles elegí una de baluartes y fortalezas. Como puede suponerse, ese recorrido transcurre por el borde de la ciudad, con el omnipresente mar siempre a mi costado. Caminar, a mi aire y en ese entorno, es algo muy placentero. Entretanto iba adentrándome en la historia local, gracias a los paneles explicativos que jalonaban el recorrido.

También vi publicidad de una exposición sobre la energía y, ya puestos, quise visitarla. Como aun faltaba algún tiempo para que la abrieran, aproveché para probar algo aún desconocido: un bocadillo de carne mechada. Riquísimo.

La exposición era buena. Me gustó. Pude verla bien y después salí para seguir mi paseo por el interior de la ciudad.

Pero el día aún me tenía reservada una sorpresa. Cádiz me ofreció una espléndida despedida que, aunque no pude apreciarla totalmente, la parte vivida fue excelsa. Y no exagero en el calificativo. Ya leeréis porqué.

Como decía, salí de la exposición y comencé a deambular. Seguí yendo por calles y callecitas, dando algunas vueltas, pero marchando, más o menos, siempre hacia el mismo lado, esto es, hacia el puerto. En un lugar en el que el transporte público nocturno no existe, no hay que hacer tonterías con los horarios.

Y aparecí frente a la catedral. Como la puerta estaba abierta y aún me quedaba algo de tiempo, entré. Y mientras flaqueaba el acceso, escuché las armonías de un coro. Una razón extra para seguir adentrándome.

¡Qué precisión! ¡Qué prodigio de coordinación! Pasé justo cuando en el interior del templo comenzaba una pequeña procesión, en la que diversos sacerdotes, ataviados con sus mejores galas, se dirigían con la solemnidad característica de las grandes ocasiones, hacia el altar mayor. Esa visión, agregada al coro y al incienso, y en el entorno de aquella soberbia catedral, me hacían dudar de en qué realidad me hallaba.

Avancé pues discretamente por las naves laterales y me coloqué en una buena posición, aunque algo apartado de los fieles, que tampoco eran muy numerosos. Al fin y al cabo, yo solo era un espectador, no alguien que participase de la ceremonia. Aunque, todos los años de (presunta) educación católica, apostólica y romana que padecí, hacen que pueda sortear con facilidad los requerimientos de la liturgia. Por consiguiente, me movía adaptándome al resto de los feligreses, por respeto hacia esas personas que tienen unas creencias tan alejadas de las mías, pero nada más.

El caso es que se trataba de una solemne misa pues ese día, ese preciso día, se celebraba la festividad de los patrones de Cádiz, san Servando y san Germán. Y yo, por una de esas carambolas de la vida, había aparecido precisamente ahí.

Permanecí pues un rato más, disfrutando del coro, que aunque no era muy numeroso, conté alrededor de unas veinte personas, actuaban con una maestría impresionante. En tanto, la soberbia acústica de la nave, devolvía esas polifonías matizadas y amplificadas. Y cuando se le adicionó el órgano, la sonoridad ya fue total.

Pero claro, no todo el rato había música, puesto que no se trataba de un concierto, si no de una celebración religiosa. Y resulta conveniente vivir de vez en cuando esas experiencias. La interminable retahíla de letanías, rematadas todas y cada una de ellas por el correspondiente: “Te rogamos, óyenos”, el previsible desarrollo del sermón y el texto de la liturgia en sí, volvieron a recordarme el trasfondo subyacente de ese credo. Pero, centrándome en el tema que nos ocupa, la música resultaba excelsa y el Kirie fue, simplemente, sublime.

Entretanto, el tiempo proseguía su implacable marcha. Así que, debí levantarme y partir, tan discretamente como había entrado.

La calle seguía en su sitio y el puerto se hallaba en el lugar que le correspondía. Quien no se encontraba allí, ni estaba por la labor, era yo. Mi espíritu aún seguía flotando entre armonías y contrapuntos, rebotando en retablos y artesonados y totalmente entregado a aquellas sensaciones que, hace escasos instantes, habían constituido mi realidad.

Saqué el billete que me permitiría regresar a El Puerto de Santa María y esperé, a la par que iba escribiendo parte de este texto. Y mientras aguardaba el arribo del catamarán, de forma totalmente inesperada y sorpresiva, uno de los pasajeros se arrancó por unas alegrías (palo flamenco, típico de Cádiz). Y eso también era real. Duró poco, pero fue muy intenso.

Ese ritmo me acompañó durante mi regreso, en tanto que las polifonías barrocas y renacentistas pretéritas, se iban medio disolviendo, medio integrando a la cadencia del motor, al viento que me despeinaba y a las lucecitas, que cada vez más lejanas, difuminadas y juguetonas, me recordaban, que Cádiz volvía a quedar en la distancia.

Cádiz, 23 de octubre de 2009

y El Puerto de Santa María, 30 y 31 de octubre de 2009

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