lunes, 14 de enero de 2013

¿Cuándo comienza un viaje?



¿Cuándo comienza un viaje?


Me hallo al fondo del avión, en el peor de los asientos de la clase económica, que por no tener no tiene ni ventanilla ni pasillo. Pero, tal vez para compensar, también estoy degustando los últimos sorbos de una exquisita Leffe, a la que seguramente la altura ha vuelto aún más apetecible. Volar en una aerolínea belga, ha tenido esa inesperada satisfacción.
Antes de apurar el final del dorado líquido, a palo seco, y mientras pienso que no hubiera estado de más acompañarlo de algo sólido, me aflora un pensamiento recurrente durante los últimos días: ¿Cuándo comienza un viaje?
Está claro que ahora me encuentro en el inicio de uno. Mi ambicioso viaje invernal de 2012-2013. Pero no satisfecha con esa constatación, la pregunta sigue insistiendo en hallar su pertinente respuesta: ¿Cuándo comienza un viaje? Ímproba tarea, ya que respuestas hay muchas. Casi tantas como viajeros.

Los más radicales afirman que el nuevo viaje comienza cuando regresas del último y, aunque cansado y sin ganas de moverte durante una temporada, en el fondo, muy en el fondo, ya empieza a brotar la incipiente cuestión de ir elucubrando hacia dónde apuntará el siguiente. Al fin y al cabo, si tenemos dos piernas, probablemente sea para irlas utilizando.
Algunos proponen considerar como inicio el momento en el que surge el deseo de viajar, o cuando se concreta el destino, o tal vez, el instante en que se comienza a recabar información sobre la empresa planteada.
Hay quienes, más sólidos en sus objetivos, mantienen que no se inicia el viaje hasta que no se adquieren los pasajes pertinentes. Es decir, hasta que no se ha consumado el pago, logrando así que esa idea se torne en algo tan tangible como un montón de bits en vete tú a saber qué servidor informático. Eso sí, contando con el valioso respaldo del correo electrónico de confirmación.
Otros declaran que el viaje no nace hasta que no se acomete la ardua tarea de preparar el equipaje. Siempre pesado e invariablemente repleto de montones de cosas que no se utilizarán. Y, para que no se pierdan las tradiciones, con aquel pequeño detalle que se descubre necesario y muy valioso, justo cuando ya no resulta posible agregarlo.


Los más decididos mantienen que el viaje no comienza de verdad hasta el instante en el que se sale de casa, o hasta que abordamos el primer medio de transporte. O incluso, hasta que ese vehículo despega, zarpa o se pone en marcha.
Y el caso más extremo se da entre los pobres que viven convencidos de que todos los prolegómenos son un mal fatalmente necesario y que el viaje comienza exclusivamente cuando ya están instalados en el hotel de destino, dispuestos a gastar esa ración de aventuras o descanso que han adquirido y para cuyo consumo han tenido que soportar el “siempre horrible viaje (sic)”.

Todas esas opciones deben ser bien válidas. Cada cual es libre de opinar como le plazca. Obtenida esa conclusión; la pregunta, que observa algo inquieta que por estos derroteros no va a hallar la pretendida respuesta, se reformula para seguir siendo pregunta respondible: “¿Cuál ha sido el momento inicial de mi viaje?”
Podría acogerme a cualquiera de las alternativas enumeradas, pero eso sería escurrir el bulto ya que he detectado perfectamente cuál ha sido ese momento, en el que he notado con total claridad que mi viaje comenzaba. Y se ha tratado de un instante personal, de una sensación totalmente subjetiva, que me ha llegado así, sin más, de repente y por sorpresa.
No fue al tomar la decisión de partir. Tampoco lo noté ayer, cuando tras casi un mes de ir empaquetando y trasladando mis pertenencias, dejé libre y expedita la que había sido mi vivienda durante los últimos dos años y poco después apilé la última caja en el lugar en que aguardarán mi retorno.
Al subirme al tren que me tenía que trasladar de Barcelona a València me invadió una extraña sensación; mezcla de fatiga física y semirelajación anímica, que llegó acompañada de unas gotas de inquietud ante la excitante etapa que se avecina. Pero tampoco noté ponerme en marcha, pese a que resultaba evidente que lo estaba haciendo.
Me ha llegado en el momento menos pensado, justo en una etapa intermedia, durante mi escala en Barcelona. Cuando tras bajar del autobús he subido al tren de cercanías con destino al aeropuerto, he acomodado las maletas y me he podido repantingar durante unos instantes. Justo en ese momento he comprendido que era entonces cuando realmente comenzaba mi viaje. Ha sido a las 12:32 del viernes 30 de noviembre de 2012, para los astrólogos y quienes deseen mayor concreción.



Ahora el avión está iniciando las maniobras de aterrizaje para posarse en Bruselas. Desde allí, otras dos aeronaves me trasladarán, con una larga pausa intermedia, a la primera etapa de este nuevo periplo. ¿Qué cual es? Algunos ya la conocéis. Al resto os propongo una adivinanza. Está relacionada con un título del admirado Manuel Vázquez Montalbán y también comparte algo con mi nombre de pila.
¿Qué, resuelto? Veréis que se trata de un lugar que nunca fue colonia y que emplean un alfabeto propio.

El aeropuerto de Bruselas está cubierto de niebla y, como es deducible, en el exterior debe de hacer un frío que pela. Nada que ver con las, aunque igualmente frías, radiantes jornadas previas en València y Barcelona. Pero, como sólo permaneceré aquí unas pocas horas, se aguanta bien. La excitación del viaje recién estrenado me recuerda que ya estoy inmerso en esta nueva y emocionante aventura.



Vuelo EY 7270 entre Barcelona y Bruselas, el 30 de noviembre de 2012

miércoles, 27 de enero de 2010

Avatar (o el paraíso)

Avatar (o el paraíso)

Como de costumbre, ésta no será una crónica objetiva. No es lo que pretendo cuando escribo y en esta ocasión, la imparcialidad aún se aleja más de mis intereses. Emprenderé la (tal vez imposible) tarea de describir algo que por su propia naturaleza no se expresa con palabras. Algo que se vive con la piel y se nota en el corazón.


Hace un rato que vi Avatar y casi no puedo decir nada. Casi no puedo decir nada, porque aún estoy emocionado. Y esa sensación no es frecuente, por eso mismo es tan valiosa. Me pasó al ver el Taj Mahal, o la Garganta del Diablo (en Iguazú), o Santa Sofía en Estambúl… y en esta ocasión también ha sucedido. ¡Qué suerte! Pero, la suerte, como es el caso, es posible buscarla.

La historia es previsible. Es cierto. Desde el principio se sabe cómo va a acabar. ¡Y qué más da! El final es lo de menos. Lo que importa es el camino. Y este camino que he transitado es precioso. La tecnología se ha puesto al servicio del arte (y no al revés, como suele ser habitual), para brindar un espectáculo sublime, preciosista, suntuoso, sobrecogedor, bellísimo… seguro que agotaría los adjetivos sin lograr definirlo. Debe de ser, porque no tiene definición posible, porque aún me dura la emoción, o por la suma de ambas cosas.

Obviamente hay que vivirlo, en 3D naturalmente. Y meterse en la piel del personaje, cual avatar dentro de otro avatar, para que las indescriptibles visiones en relieve hagan el resto. Es un cuento. También es cierto. Pero un cuento del siglo XXI, con todas las de la ley. Es la esencia de “Bailando con lobos” o de “El último mohicano”, sublimada y potenciada. Con unas imágenes que… que eso. Que hay que ver.

Además, me he emocionado VARIAS VECES durante el transcurso de la proyección y eso si que resulta excepcional. Y al terminar la película, casi no podía hablar. (Y mi pobre amiga acompañante ha “padecido” esta situación durante un rato.) Soy así. Necesito un tiempo para asimilar la experiencia vivida, especialmente cuando es tan intensa como ésta. Cuando la mirada de un poeta (yo me considero) se topa con esa maravilla, debe de ser normal que sucedan estas cosas. ¡¡Benditas sean!!

Luego de la pausa social, he seguido caminando hacia mi casa. Despacio, como de costumbre. Rememorando y redisfrutando las escenas que retornaban a mi mente. Y más aún, las emociones que también lo hacían. Y sé que dentro de un rato, cuando me acueste, esas imágenes regresarán para formar parte de mis sueños.


Dicen que ahí afuera hay un mundo y que es el real. Bueno. Quien se lo quiera creer, puede hacerlo. Pero yo, durante un rato, voy a permanecer en éste. Con sus montañas flotantes y sus árboles de sabiduría. Con todos sus bichos, nativos e invasores. Con su tecnología y su biología.

Y correré por las ramas, cabalgaré, hablaré Na’vi, volaré, lucharé con los buenos y, si tengo suerte, también me enamoraré de la princesa. Bueno, bueno, en realidad no será exactamente así. Si tengo suerte, ella se enamorará de mí, pues yo ya lo estoy desde que la vi.


Ha llegado la mañana a Buenos Aires y físicamente parece que estoy despierto. Amaneció no hace mucho, pero ya me encuentro levantado, activo y escribiendo esto. Sin embargo, mi espíritu continúa en Pandora. No sé lo que habré soñado. Esas vivencias no se han hecho conscientes. Pero aún perdura la sensación de seguir allí. Cuando has vislumbrado el paraíso, la realidad ya resulta menos apetecible.

También estoy, como lo diría, un tanto no sé si inquieto o aún excitado por lo descubierto. Se trata de una sensación serena y persistente, que no soy capaz de describir. Nuevamente las palabras fallan al intentar traducir ese sentimiento qué, aunque ya resulta algo más sutil que ayer, pese a ello, aún subsiste con notable vigor. Y va mutando y enraizándose, formando ya parte de mí y de mi realidad.

Realmente me han fabricado una película cuasi a medida. Han filmado algo que siempre había soñado ver. Y lo han realizado con un derroche tan apabullante de sensibilidad y tecnología tan, pero tan, armoniosamente amalgamadas, que me estremezco cada vez que aflora el recuerdo. Después de verla, ¿quién es capaz de sostener la absurda idea de que arte y técnica son dos conceptos opuestos?

Pueden ser difíciles de aunar, especialmente cuando uno intenta imponerse sobre el otro, pero cuando se logra la simbiosis y cada elemento aporta lo mejor de sí mismo para resaltar al otro, como es el caso; al igual que cuando llueve mientras brilla el sol o cuando se ríe después de haber llorado; se crea belleza en estado puro.

Y no puedo -ni quiero- valorarla con palabras o con cifras. ¿De qué serviría decir que en una escala del cero al diez yo le otorgaría un veinte? Es algo que escapa a esa clasificación. Está muy por encima. De lo que sí estoy convencido es de que marcará un antes y un después en la historia del cine.


Ya sabéis quienes me conocéis, que la noción de paraíso es un tema que me fascina. Pero lo paradójico de ese concepto es que no se trata de un lugar físico, aunque en ocasiones, pueda llegar disfrazado con esa apariencia. El paraíso es, nada más y nada menos, que un estado mental. Vivir en el paraíso, significa vivir sereno y centrado, respetándose a uno mismo y, naturalmente, respetando el entorno. Y otra de sus virtudes es que no resulta invasivo. Vaya, que no se puede obligar a nadie a vivir en él.

Paraíso y masificación, no son compatibles. No se puede entrar en el paraíso con la mentalidad del consumidor de un viaje organizado, dispuesto a que le enseñen “todo lo que hay que ver” y, además, a la carrera. Es preciso llegar con humildad, no con arrogancia, y ver lo que podemos aportar para que se mantenga y potencie, aprendiendo y disfrutando, en vez de depredarlo antes de ir a saquear otro lugar.

Lo bueno de los paraísos, es que están en todas partes. Tan solo hay que ponerse las “gafas adecuadas” para poder apreciarlos. Es cierto que algunos ambientes concuerdan más con la imagen de paraíso que tenemos. Pero se trata de eso, de una mera imagen personal que, además, ha sido inducida por la propia cultura en la que estamos inmersos. En entornos culturales diferentes, el paraíso es bien distinto. Y ahí radica su fuerza. Está abierto a todo el que realmente quiera entrar.


Àngel Agüeras

Buenos Aires, 23 y 24 de enero de 2010

martes, 26 de enero de 2010

Los cerdos felices

Los cerdos felices


Hace varios días que de forma recurrente viene a mi memoria una anécdota que escuche por la radio durante mi infancia. Esa fue una época que no me apetece para nada rememorar, ya que la defino con dos adjetivos: triste y solitaria. Pero encontrar algo rescatable de aquellos años, se merece que lo transcriba.


En casa, así como en la mayoría de las casa de entonces, se escuchaba mucho la radio. Era una distracción bien popular. Al alcance de todos.

Recuerdo que en algún programa de tertulias, alguien comentó una vivencia ocurrida en la entonces colonia de Guinea Española. Según relató, un matrimonio de vascos que se habían instalado allí, tenían una granja de cerdos. Y les debía de ir aceptablemente bien. Vivian de su trabajo y eran sus propios jefes, supongo.

Sucedió que una empresa más grande y moderna que la de ellos, también se instaló por aquella zona. Con la mentalidad del contable de oficina, dedujo que si construía las instalaciones siguiendo las tendencias más actualizadas en la cría porcina, el negocio era seguro. Allí la mano de obra era muy barata y el terreno casi regalado.

Así que pusieron manos a la obra y edificaron unas instalaciones modelo. Todo con lo más avanzado y aplicando los últimos criterios. Los gorrinos, prácticamente no tenían que hacer nada. A intervalos regulares se les administraba la comida justa y equilibrada. Ni más ni menos. Y también disfrutaban de un eficiente control sanitario. ¡Qué más se podía pedir en aquella época!

Pero las cosas no salieron tal y como se había planificado. Los marranos no estaban por la labor y se negaban a engordar. Es más, algunos incluso tenían la descortesía de enfermar o morirse, echando por los suelos la estimación inicial de evolución de la planta.

Como el tema no se resolvía, procedieron a cambiar dietas, a aplicar otras vacunas, a desinfectar más a menudo… Pero ni por esas. Los puercos seguían empeñados en su actitud tan poco grata para el consorcio de empresarios.

Llegados a ese punto, a alguien se le ocurrió la feliz idea de hacer una visita a sus vecinos vascos. Sí, aquellos que tenían la granja tan destartalada, pero que, contra todo pronóstico, seguía adelante. Alguna treta o artimaña debían de utilizar puesto que, sin emplear las rigurosas medidas higiénicas y nutricionistas que la empresa aplicaba, su explotación parecía ser próspera.

Y fueron a hablar con ellos. Los vascos quedaron sorprendidísimos de que sus poderosos colegas fueran a visitarles y más aún de que tuvieran problemas tan graves. Una empresa que marcaba el rumbo a seguir y el paradigma a imitar, les estaban diciendo a ellos que tenían serias dificultades y que no sabían cómo resolverlas. ¿Cómo era posible?

Al día siguiente, la familia visitó las instalaciones. ¡Qué notable diferencia con su modesta explotación! Realmente estaba todo preparado y dispuesto para que marchara viento en popa. Y según les comentaban, resultaba todo lo contrario.

Qué raro. Sobre el papel, todo resultaba impecable. La planificación se había ejecutado con esmero. El mantenimiento era el adecuado. Los controles y la alimentación, los necesarios. Y, sin embargo, la realidad contradecía todas las previsiones. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué no se había tenido en cuenta?


El matrimonio conocía su oficio y pudieron apreciar lo que fallaba. Aquella instalación adolecía de algo. Algo evidente para ellos, pero que al no ser cuantificable, pasaba desapercibido a la lineal visión de los gerentes.

–Miren ustedes. –les comentó él– Sus cerdos están tristes. Eso salta a la vista. Están tristes porque no tienen ningún aliciente para vivir. Solo deben de comer y engordar, sin hacer nada más. Y eso no satisface a nadie, ni siquiera a un cerdo.

–Los nuestros –prosiguió ella– tienen algo que no han previsto en sus, por lo demás, magníficas instalaciones. Tienen libertad. Por la mañana salen del chiquero y regresan a él al anochecer, sin que haga falta llamarlos. Es cierto que, al meterse en la selva, a alguno se lo puede comer una serpiente. La libertad tiene sus riesgos. Pero nuestros cerdos sí que disponen de un aliciente para vivir. Señores, nuestros cerdos, son felices.


Sé que cuando lo oí, lo que me impactó fue el comentario de la serpiente. Era tan exótico escuchar relatos del África misteriosa, en los que una serpiente se podía tragar a todo un cerdo.

¡Qué suerte tuve! Esa serpiente sirvió de involuntario anclaje para fijar el recuerdo y, más tarde, destilar el concepto. Vale la pena tenerlo en cuenta. Por eso he querido compartirlo.


Palamós (Girona), 30 de agosto de 2009

lunes, 9 de noviembre de 2009

Cádiz en la distancia

En este viaje quería ver algo de la Costa de la Luz, pero especialmente Cádiz y El puerto de Santa María. Elegí un alojamiento en esta última localidad, pues de entre todos los sitios consultados, fue la mejor opción que encontré. Y he tenido una suerte bárbara, ya que el hostal El Baobab es magnífico, tanto por sus condiciones, como por el trato que brindan a sus huéspedes.

He recorrido El Puerto varias veces, cosa fácil ya que me alojo aquí, y he realizado las visitas turísticas adecuadas. Y todo está en su sitio. Es un entorno tranquilo y se encuentra bien cuidado. En su centro histórico, no se ven las salvajadas que se han perpetrado en otros lugares.

Pero, algún pero ha de tener. Esa importante población (de más de 80.000 habitantes), al igual que las restantes de la zona, al caer la noche se encuentra aislada. No existe ningún transporte público permanente. Una vergüenza, vaya.

El clima también me ha acompañado. Me recibió con una fina lluvia y los dos días siguientes estuvo semi-nublado. Además, casi a punto de concluir una excursión por la costa que da a la bahía, fui obsequiado con una fugaz a la par que intensa tormenta. La tarde había estado medio, medio; pero cuando me fijé en el extremo de la ciudad de Cádiz, que se vislumbraba en la distancia, vi por esa parte que se abre al Atlántico una masa tan oscura, que casi me pareció que absorbía la luz. Por ello emprendí una prudente retirada, pero la tormenta corrió más. Hay que decir en mi descargo, que yo desconocía la zona y a la tempestad no le importaban los accidentes del terreno. Así que de repente cayeron los primeros goterones y sin más dilación se largó a llover, o a diluviar, según se mire. Y tan rápido como había comenzado, el temporal se disolvió. ¡Todo un espectáculo!

Los restantes días, han sido radiantes casi todos. Y eso que estamos a finales de octubre. Como os decía, he paseado por aquí y también he visitado Sanlúcar de Barrameda, El Puerto Real y el Parque Nacional de Doñana. Y, cómo no, también he disfrutado de la gastronomía local, centrada en el pescaito frito.

Pero me faltaba un lugar. Una ciudad que se asomaba a lo lejos, al otro lado de la bahía. Siempre algo brumosa. Siempre levemente distante. Envuelta en ese halo de misterio que su situación y entorno propician. Y aquí sugiero a quienes no conozcáis sus características geográficas (especialmente a vosotros, queridos amigos americanos) que consultéis su peculiarísima forma y ubicación.

Además, Cádiz es la única ciudad de toda esa zona que ya conocía. Estuve hace unos treinta años, en el transcurso de uno de mis viajes pegatineros. Y entonces ya me pareció una ciudad muy diferente a las restantes que conozco. Una ciudad anclada en el tiempo. En el siglo pasado concretamente. (Esto es lo que recuerdo, ahora debería decir “en el siglo ante-pasado” si se me permite la licencia.)

Resulta que es una ciudad que no tiene espacio libre para expandirse, a lo que debe de añadirse que la escasa firmeza del terreno (supongo) hace que en la época referida ya se alcanzara el tope de altura posible. Por ello se salvó de las aberraciones urbanísticas que han degradado otras urbes.

Y, además, es preciosa. Por algo la llaman “la tacita de plata”.

El caso es que esa ciudad se resistía a mi nueva visita. Traté de ir un día, y al acercarme al muelle, vi como zarpaba el catamarán. Al no estaba dispuesto a aguardar al próximo, en esa ocasión no fui.

Al día siguiente, lo intenté de nuevo, tras consultar los horarios. Y sí, llegué al puerto a tiempo, pero como había mala mar en la bahía, el servicio naval estaba suspendido y habían habilitado el pertinente autocar para reemplazarlo. Naturalmente que no era lo mismo. Yo quería ir en barco. Yo quería cruzar la bahía, no ir por la carretera. El viaje es tan importante como el lugar al que se va. Así que nuevamente me quedé en tierra.

Y otro día, en el que no había temporal y dentro del horario adecuado, me acerqué por tercera vez a la terminal. Y sí. A la tercera fue la vencida y en esta ocasión lo conseguí. El catamarán zarpó y su metódica marcha comenzó a acercarme a mi destino. Poco a poco los perfiles iniciales fueron definiéndose, el puerto de arribo mostró su bocana y el buque me deposito, con sumo cuidado en la mítica ciudad.

Recuerdo de mi visita anterior que lo que más me impresionó, además de la arquitectura ya reseñada, fue algo intangible. Fue el olor. Algo que entonces definí como el olor a Cádiz. Se trataba de una peculiar mezcla de sal, con pescado frito.

Resulta que Cádiz tiene mar por casi todos lados y en el istmo estaban las salinas. También eran bastante habituales los puestos de venta de pescado frito, vendidos al peso y entregados en papelinas de papel. Y tras comprar lo que quieres, puedes sentarte en cualquier bar para tomarte tu vino o tu cervecita mientras te comes el pescado. Aconsejado por un lugareño, entonces pedí: choquitos fritos y cazón en adobo. ¡Hum!

Pero en esta ocasión “no olí a Cádiz”. Tal vez fue la hora, el lugar de entrada (el puerto en vez de la estación), el cambio de costumbres, el paso del tiempo, el recorrido o yo qué sé. Esa parte del recuerdo no se reforzó con una nueva dosis. Qué lástima.

Deambulé un poco y tras informarme, de entre las rutas posibles elegí una de baluartes y fortalezas. Como puede suponerse, ese recorrido transcurre por el borde de la ciudad, con el omnipresente mar siempre a mi costado. Caminar, a mi aire y en ese entorno, es algo muy placentero. Entretanto iba adentrándome en la historia local, gracias a los paneles explicativos que jalonaban el recorrido.

También vi publicidad de una exposición sobre la energía y, ya puestos, quise visitarla. Como aun faltaba algún tiempo para que la abrieran, aproveché para probar algo aún desconocido: un bocadillo de carne mechada. Riquísimo.

La exposición era buena. Me gustó. Pude verla bien y después salí para seguir mi paseo por el interior de la ciudad.

Pero el día aún me tenía reservada una sorpresa. Cádiz me ofreció una espléndida despedida que, aunque no pude apreciarla totalmente, la parte vivida fue excelsa. Y no exagero en el calificativo. Ya leeréis porqué.

Como decía, salí de la exposición y comencé a deambular. Seguí yendo por calles y callecitas, dando algunas vueltas, pero marchando, más o menos, siempre hacia el mismo lado, esto es, hacia el puerto. En un lugar en el que el transporte público nocturno no existe, no hay que hacer tonterías con los horarios.

Y aparecí frente a la catedral. Como la puerta estaba abierta y aún me quedaba algo de tiempo, entré. Y mientras flaqueaba el acceso, escuché las armonías de un coro. Una razón extra para seguir adentrándome.

¡Qué precisión! ¡Qué prodigio de coordinación! Pasé justo cuando en el interior del templo comenzaba una pequeña procesión, en la que diversos sacerdotes, ataviados con sus mejores galas, se dirigían con la solemnidad característica de las grandes ocasiones, hacia el altar mayor. Esa visión, agregada al coro y al incienso, y en el entorno de aquella soberbia catedral, me hacían dudar de en qué realidad me hallaba.

Avancé pues discretamente por las naves laterales y me coloqué en una buena posición, aunque algo apartado de los fieles, que tampoco eran muy numerosos. Al fin y al cabo, yo solo era un espectador, no alguien que participase de la ceremonia. Aunque, todos los años de (presunta) educación católica, apostólica y romana que padecí, hacen que pueda sortear con facilidad los requerimientos de la liturgia. Por consiguiente, me movía adaptándome al resto de los feligreses, por respeto hacia esas personas que tienen unas creencias tan alejadas de las mías, pero nada más.

El caso es que se trataba de una solemne misa pues ese día, ese preciso día, se celebraba la festividad de los patrones de Cádiz, san Servando y san Germán. Y yo, por una de esas carambolas de la vida, había aparecido precisamente ahí.

Permanecí pues un rato más, disfrutando del coro, que aunque no era muy numeroso, conté alrededor de unas veinte personas, actuaban con una maestría impresionante. En tanto, la soberbia acústica de la nave, devolvía esas polifonías matizadas y amplificadas. Y cuando se le adicionó el órgano, la sonoridad ya fue total.

Pero claro, no todo el rato había música, puesto que no se trataba de un concierto, si no de una celebración religiosa. Y resulta conveniente vivir de vez en cuando esas experiencias. La interminable retahíla de letanías, rematadas todas y cada una de ellas por el correspondiente: “Te rogamos, óyenos”, el previsible desarrollo del sermón y el texto de la liturgia en sí, volvieron a recordarme el trasfondo subyacente de ese credo. Pero, centrándome en el tema que nos ocupa, la música resultaba excelsa y el Kirie fue, simplemente, sublime.

Entretanto, el tiempo proseguía su implacable marcha. Así que, debí levantarme y partir, tan discretamente como había entrado.

La calle seguía en su sitio y el puerto se hallaba en el lugar que le correspondía. Quien no se encontraba allí, ni estaba por la labor, era yo. Mi espíritu aún seguía flotando entre armonías y contrapuntos, rebotando en retablos y artesonados y totalmente entregado a aquellas sensaciones que, hace escasos instantes, habían constituido mi realidad.

Saqué el billete que me permitiría regresar a El Puerto de Santa María y esperé, a la par que iba escribiendo parte de este texto. Y mientras aguardaba el arribo del catamarán, de forma totalmente inesperada y sorpresiva, uno de los pasajeros se arrancó por unas alegrías (palo flamenco, típico de Cádiz). Y eso también era real. Duró poco, pero fue muy intenso.

Ese ritmo me acompañó durante mi regreso, en tanto que las polifonías barrocas y renacentistas pretéritas, se iban medio disolviendo, medio integrando a la cadencia del motor, al viento que me despeinaba y a las lucecitas, que cada vez más lejanas, difuminadas y juguetonas, me recordaban, que Cádiz volvía a quedar en la distancia.

Cádiz, 23 de octubre de 2009

y El Puerto de Santa María, 30 y 31 de octubre de 2009

sábado, 31 de octubre de 2009

El Santísima Trinidad (y los bocadillos de jamón)


El Santísima Trinidad

(y los bocadillos de jamón)


Nuevamente estoy en danza. Se trata de un “pequeño” recorrido por Andalucía. Una especie de puesta a punto, un suculento aperitivo, sazonado de encuentros lúdicos y previo al inicio del GRAN VIAJE.

En lo que ya llevo, he asistido a dos jornadas de juegos: El impresionante Festival Internacional de Juegos, Córdoba 2009, que pese a lo elevado que dejó el listón el año pasado, en éste ha logrado superarlo. Y las Jornadas ERIAL, en Mollina (Málaga), más modestas en medios y pretensiones, pero en las que también he disfrutado un montón.

No me extenderé en los detalles de ambos acontecimientos. Para ello tenéis sus respectivas páginas web y los foros de la BSK. Como el buen viajero que pretendo ser, trataré de centrarme en los desplazamientos realizados y en las vivencias de los mismos, tratando, como de costumbre, de escribir para todos. Aunque, quienes al leer el título, ya han sabido de qué se trata y que el artículo correcto es que he puesto, “el” y no “la”, lo disfrutarán con un poquito más de complicidad.

En Andalucía me encuentro muy a gusto. Sus gentes, su clima y su gastronomía, forman un poderoso cóctel, al que me rindo con suma facilidad. Vaya, que me lo paso estupendamente cuando estoy por estas tierras. Y en esta ocasión, aprovechando la asistencia a las jornadas referidas, pensé en desplazarme un poco más hacia el oeste y visitar, o bien los Pueblos Blancos, o Cádiz, Sanlúcar de Barrameda y, especialmente, El Puerto de Santa María. El primero de esos proyectos no prosperó, con lo que la opción ya estaba clara. Pero, he agregado una etapa no prevista inicialmente y me encuentro en Málaga.

Para los no conocedores del asunto, aclaro que El Santísima Trinidad, fue el mayor buque de madera construido en todos los tiempos. Participó en la batalla de Trafalgar, en la que fue apresado tras sufrir cuantiosos daños, siendo hundido pocos días después. Nuevamente invito a quienes sientan algo de curiosidad, a bucear un poquito en la historia de esta nave y de su época. Existe muchísimo material por ahí. Tan solo hay que tamizarlo.

Hace ya casi un año, mi buen amigo Jorge Solari, durante el trascurso de una conversación sobre la afición que compartimos (juegos de simulación bélica o wargames, y en este caso, miniaturas navales de la época napoleónica) me mostró las primeras fotos del Santísima Trinidad.

No di crédito a mis ojos. ¡Alguien había construido una réplica a tamaño natural! Quise obtener más datos, pero como teníamos otros temas pendientes, lo pospuse para mi regreso a España, ya que desde Buenos Aires, ciudad en la que me encontraba, esas averiguaciones resultaban más complicadas.

Ya lo tenía casi olvidado, cuando una de esas casualidades de la vida y de internet, buscando no recuerdo qué, me topé con la página del barco. Supe que está fondeado en Málaga, que se utiliza de discoteca y que tiene un museo, un bar y un restaurante, además de un club de amigos. Yo estaba en Córdoba y dentro de pocos días me iba a aproximar aún más, concretamente al norte de la provincia de Málaga. Así que solo cabía decidirme y dar el último paso. Y para ponérmelo aún más fácil, podría utilizar el autocar de las jornadas que retornaba a los participantes a Málaga capital. ¿Qué más se puede pedir?

Así que, ni corto ni perezoso, reservé un par de noches en el albergue y partí. Cádiz quedaba aplazado ese par de días.

Llegue pues a Málaga el domingo a última hora. El lunes podría visitar el buque y la Alcazaba, que es otro lugar que también quería conocer. Pero, surgió el primer inconveniente, el lunes la Alcazaba está cerrada. Bueno, no pasa nada. Otra vez será.

Así que he dedicado la mañana a otros menesteres y por la tarde, me he encaminado hacia el puerto. Pero antes de seguir, abro un inciso gastronómico. ¡¡Qué bueno que está el jamón en Andalucía!! Nada que ver con el de Barcelona, salvo que te dejes la cartera en el empeño. Por suerte aquí es lo habitual y sale a precios locales. En Mollina, el sábado disfruté de un magnífico bocadillo y ayer por la noche, ya en Málaga, vi un bar y como se notaba bastante movimiento de gente pensé que era el lugar idóneo.

En la pared tenía una atrayente carta de especialidades, a cual más apetecible, pero ya puestos, dirigí mi mirada a la parte del jamón, encontrando un bocadillo al que le agregaban, tomate, pimientos fritos, y algo más que he olvidado. ¡¡Ñam-ñam!! Que rico que tenía que estar.

Sin embargo, No lo pude probar. El dueño me echo el jarro de agua fría, indicándome que, como recibían muchos pedidos por teléfono y era la hora punta, el pedido demoraría, nada más y nada menos que ¡¡¡tres cuartos de hora!!! No dudo que la calidad debía de ser elevada y la relación calidad-precio, óptima. Pero me pareció un lapso excesivo. También aquí debí decir, bueno, otra vez será. (Pero me comí un pastelito, que estaba de rechupete. ¡Toma ya!)

Y hoy, mientras me acercaba al puerto, he pasado frente a un local con todo el techo repleto de jamones colgando. Naturalmente que he pensado: “esta es la mía.” Y ha caído otro bocadillo, igual de bueno que el del sábado. Para que entrar en comparaciones, si ambos estaban la mar de bien.

Al doblar una bocacalle, ha surgido al fondo la arboladura con sus correspondientes jarcias, que no podían ser de otro buque más que del que buscaba. Así que me he ido acercando y he sacado la cámara, comprobando entonces que, tratar de fotografiar, con el bocadillo en una mano y la cámara en la otra, no resulta tarea sencilla. Pero, como todo se aprende en esta vida, lo he logrado con prontitud. Vaya que conforme el bocadillo menguaba –pese a mis esfuerzos en propinarle tan solo bocados comedidos– mi pericia con ambos elementos se fortalecía.

Sin embargo, el momento temido ha llegado. La secuencia lógica de transformación de la materia no se ha alterado y, en un estallido de sabores finales, el corrusco, con los últimos retazos del bendito jamón, ha desaparecido entre mis fauces. Y habrá proseguido su tránsito intestinal hasta llegar a formar parte de mí. Da gusto estar hecho de materiales tan sabrosos.

El buque es impresionante. Pero ya es tarde y comienzo a tener sueño. El resto queda para otro día. Así podréis decir conmigo: Otra vez será.

Àngel Agüeras

Málaga, 19 de octubre de 2009



Y sí, ese otro día ya ha llegado. Tengo un pequeño margen antes de que salga el tren y trataré de avanzar el relato.

Como concluía, el buque realmente es impresionante. Saqué las pertinentes fotos de su exterior y me dispuse a visitarlo. Pero la puerta estaba cerrada. Sí, tiene el acceso por una puerta a nivel del muelle, en vez de la esperada pasarela. Bueno –pensé– una licencia en aras de la comodidad.

El horario indicaba que debería estar abierto, pero no era así. Por consiguiente llamé al timbre y la persona que me atendió me dijo que los lunes, esos fatídicos lunes, cierran antes. ¡¡¡Noooooooo!!! ¿Cómo iba a marcharme de Málaga sin visitar la nave? Así que le dije que me iba al día siguiente, que era un aficionado a la historia y que había viajado hasta Málaga para ver el navío. Todo lo cual es rigurosa verdad. Y él, amablemente, me permitió visitar el buque fuera de horario. Reitero pues mi agradecimiento.

¿Cómo expresar los sentimientos contrapuestos que se generaron? Cómo indiqué, me hallaba dentro de la réplica del mayor buque de madera de todas las épocas. Pero algo no me cuadraba. En su interior existían numerosas licencias.

Recorrí las partes visibles, no a la velocidad que hubiera deseado, pero tampoco a la carrera, todo hay que decirlo. Y hubiera sido fantástico poder degustar un buen ron añejo en las mesitas de la popa o bien, habida cuenta de la ciudad en la que me hallaba, una copita de vino de Málaga. Pero, claro, el bar estaba cerrado. Lo que sí estaba aún en marcha era la música ambiental, en inglés y medianamente movida. Era tan extraño deambular por la nave con esa música de fondo.

De hecho la nave es un negocio con bar, restaurante y discoteca. Y fue construida para ese fin. Y aquí terminan las similitudes con los restantes emprendimientos de ese estilo que conozco. Según me comentaron, el impulsor del proyecto, un empresario de hostelería o del espectáculo, no recuerdo bien, también es un apasionado de la historia y de la navegación a vela. Y se le ocurrió esta locura. Y además, tuvo la audacia de llevarla a cabo. ¡Qué lástima que no existan más personas como él!

¿En qué otra discoteca del mundo hay también un museo? ¿Cuántos otros lugares de esparcimiento han reconstruido un buque histórico? Es cierto que como interesado por la historia, hubiese preferido encontrarme con una recreación más exacta en lo que concierne a su equipamiento y distribución interna. Pero, debo reconocer que la ambientación está bien lograda y que, puestos a mirar, las licencias que se han tomado, son las justas para que el negocio funcione.

No en vano, se trata de un emprendimiento privado que aúna dos factores, a menudo antagónicos. Supongo que obtendrán una adecuada rentabilidad y, de paso, si quienes acuden a la discoteca aprenden cual es el palo trinquete o algo de la historia, todo eso que habremos ganado.

Concluida la visita, charlamos un rato, el cuidador y yo, y le comenté que, en alguna ocasión, yo mismo había estado al mando de ese buque, batiéndome contra los enemigos de la corona y lanzando andanada tras andanada, a diestro y siniestro.

Naturalmente que esto también es cierto. Y quienes me conocéis ya sabéis a que me refiero. Esos incruentos combates se han desarrollado en la ciudad de Buenos Aires y alrededores, sobre una mesa cubierta con un paño azul, con miniaturas a escala 1:1.200 y rodeado de los buenos amigos con los que comparto esta afición. Vaya desde aquí un cariñoso saludo para todos ellos.

Àngel Agüeras

Málaga, 20 de octubre de 2009

jueves, 22 de octubre de 2009

La cocina rebelde

Hoy en día, a nadie se le ocurriría decir que una cocina de gas no es práctica. Podrá cuestionar, eso sí, si es o no el mejor sistema de cocción. Si se aprovecha óptimamente o se despilfarra la energía. Si los alimentos saben mejor o peor que con otros sistemas. Si son más o menos sanos. Incluso si se deben cocinar o es preferible ingerirlos crudos. Podrá cuestionar todo eso y bastantes temas más, no lo dudo. Pero no podrá negar que, el simple gesto de girar una llave de paso y acercar una llama para generar calor, es notablemente práctico.

Sin embargo, no siempre ha sido así. Ya que, dicho en lenguaje matemático, al menos en una ocasión, al menos una persona, opinó de otra forma. Esa persona era mi madrina Nieves, a cuya memoria dedico este texto.

Nieves vivía con su hermana en una población de Girona. Cuando la conocí ya atesoraba muchos lustros de experiencias vitales. Y ni la guerra vivida, ni otras circunstancias familiares, habían borrado de su cara esa serena sonrisa, que junto con su amabilidad y sencillez, mostraban que era una buena persona.

Además de buena persona, era una excelente cocinera. Aún recuerdo con nostalgia y agradecimiento aquellas deliciosas sopas de ajo, unos guisos sabrosísimos y un pato con castañas que jamás he vuelto a probar.

Tal vez el secreto del exquisito sabor de sus platos, consistía en el cariño con que preparaba las comidas. No dudo que ese era el principal ingrediente. Otro, también destacable, era el método de cocción. Ella cocinó casi toda su vida en un fogón de carbón.

La metodología, aprendida de su madre, seguía siempre los mismos pasos: Retirar el exceso de ceniza. Colocar una hoja de diario arrugada en el fondo del fogón. Poner encima el carbón. Encender el diario y atizar el fuego. Cuando ya había prendido bien, solo faltaba colocar encima la olla de barro o la sartén negra y comenzar a cocinar.

Ese sistema hoy en día nos puede parecer: anacrónico, lento, sucio, incómodo, etc. La cocción tarda más. Se produce humo y hollín. El carbón hay que traerlo y la ceniza vaciarla. Los cacharros de barro pueden romperse, pesan más y son más engorrosos para limpiar. Los de hierro negro son sucios y desentonan con la aséptica cocina de diseño que nos dicen debemos tener. Incluso el olor de la combustión podría molestar a alguna nariz sensible. Y puestos a buscar, aún se podrían encontrar más inconvenientes.

Sin embargo, y sin desmerecer para nada los sistemas actuales de cocción, voy a citar las ventajas de aquel. En primer lugar, y fruto de sus muchos años de práctica, mi madrina sabía exactamente cuanto carbón necesitaba poner para cada tipo y cantidad de comida. También sabía el tiempo que tardaría en hacerse, aunque creo que eso era lo que menos le importaba, y podía avivar más o menos el fuego y regular el tiro del fogón para controlar este aspecto. Otro detalle interesante es que el fuego comenzaba suave, aumentaba en intensidad, se reducía progresivamente y las brasas que quedaban mantenían calientes los alimentos durante un buen rato. Es decir, una vez iniciado, era un sistema autorregulado y autónomo.

Sin embargo todo el mundo le decía que cómo podía seguir cocinando así. De una forma tan antigua. Que lo que tenía que hacer era comprarse una cocina de butano. Que ya vería lo bien que le iba. Que fulanita ya tenía una y estaba encantada. Que ahora lo guisaba todo en un periquete. Que era blanca, esmaltada y muy bonita. Que ya no tendría que acarrear el carbón ni limpiar tanto.

Tantas cosas le dijeron y tantas veces, que comenzó a pensar si no tendrían razón. Así que al fin se decidió y se compró la maravillosa cocina de butano, toda blanca y reluciente ella. La cocina que acabaría con todos sus problemas. La cocina que le haría pensar como había podido vivir sin algo tan sumamente imprescindible.

Toda ilusionada comenzó a probarla. ¿Pero, qué pasaba? ¿Por qué todo funcionaba al revés? ¿Por qué salía un fuego tan fuerte que le rompía los cacharros? ¿Por qué se le quemaba la comida? ¿Por qué la llama no se apagaba cuando ya estaba cocinado? ¿Por qué la comida sabía peor?

Tal vez, de haber tenido otra edad y otras necesidades, mi madrina también habría aprendido a cocinar con aquel artefacto. Sin embargo, opinó que no era un buen invento y que su fogoncito de carbón era mucho mejor y más práctico. Y, naturalmente, tenía toda la razón del mundo.

Su cocina era grande, así que dejó aquel trasto en un rincón y siguió, como siempre, cocinando en el fogón de carbón. Y cuando alguien le decía que por qué no la usaba, ella, con una amable sonrisa respondía: “Yo ya soy muy vieja para estos inventos modernos.”


Àngel Agüeras Martín
Barcelona, 4 de abril de 2002

jueves, 15 de octubre de 2009

La fiesta, el cielo y la muerte (2)

(Segunda parte de la primera parte, que no es contratante)

Aún más fiesta

El viaje de València a Barcelona, está transcurriendo con una placidez maravillosa. La única parte levemente molesta fue el acceso a la estación. Durante toda la mañana, estuvo lloviendo de forma intermitente. A ratos caía algo de agua, a ratos arreciaba, a ratos amainaba y a ratos, incluso se asomaba un furtivo sol. La salida de casa de mis amigos coincidió con uno de esos lapsos de bonanza, pero conforme me acercaba a la boca del metro, comenzó a lloviznar. Y al llegar a mi destino, estaba diluviando. Así que, en los escasos metros que separan la salida del metro (valga la redundancia) con la entrada a la estación del tren, recibí la segunda ducha del día.

Por suerte, aunque nominalmente ya es otoño, la lluvia no resultaba especialmente fría y el trayecto al descubierto era bastante corto. Así que alcancé la estación sin mayores percances y todo fue cada vez mejor.

Por un tema tarifario, había adquirido un billete de clase preferente, lo que me permitió -en tanto aguardaba la salida del tren- disfrutar de la sala especial para esos clientes: Con conexión a internet, barra libre de refrescos, prensa, y mullidos sofás.

Luego del acceso a mi asiento, una copa de jerez de bienvenida, con algo para picar y la prensa diaria. Le siguió al cabo de poco rato un snac, frugal pero muy sabroso, regado con un exquisito Rioja. Y de colofón, además del pertinente café, una reconfortante copa de un sabroso coñac. Uffff. ¡Qué bien me quedé!

Y durante todo el rato pude deleitarme con la magnífica selección de música de uno de los canales de audio, en el que se alternaban piezas de jazz, con otras de música clásica, algunas bandas sonoras y otras varias. Y todas ellas seleccionadas con un gusto exquisito.

Entretanto, el tormentoso paisaje inicial fue mudando a otros cada vez más diáfanos. La masa plomiza comenzó a definirse en profusas nubes, que en estática danza, sugerían formas cada vez más audaces. Y con la mayor naturalidad, en todas las ocasiones en que realizaba alguna pausa en mi escritura y alzaba la vista de la pantalla, matizaban su blanco y me regalaban una exquisita visión.

Da gusto encontrase tan bien. Y eso que dicen que el dinero no da la felicidad. No dudo que es cierto. Pero, en este caso, la ha comprado.

Àngel Agüeras

Tren Euromed 1152, 23 de septiembre de 2009

Y llegué a Barcelona justo a tiempo para dejar los bártulos en la pensión, darme una rápida ducha e ir a la cercana plaça de Sant Jaume, lugar en el que en esos instantes estaba teniendo lugar el pregón de las fiestas, al que no pude prestar mucha atención, pues en el hostal se agregó Francesca, una turista italiana que también quería ir. Así que, durante ese rato, le hice una breve descripción de lo que estaba pasando y de las peculiaridades de los edificios principales de la plaza: el Ajuntament y la Generalitat, gobiernos respectivamente municipal y autonómico.

Concluido el pregón, comenzó el Toc d’inici, con el baile de los diferentes integrantes del bestiari de la ciutat. Y como suele ser ya tradicional, hubo un corto pero intenso castillo de fuegos artificiales al concluir el mismo.

Esta música es interpretada por Els minstrils del cami ral. Una nutrida agrupación musical que, según dice la leyenda, se reúnen una sola vez al año, precisamente para tocar en las fiestas de la Mercè. Y seguramente que debe de ser así, pues lo hacen con unas ganas y una alegría contagiosas. Me imagino que deben de pensar que hay que aprovechar el momento ya que hasta el próximo año no lo volverán a hacer.

Pero cuando ya nos estábamos yendo de la plaza, sonaron unos chirridos. Y me pareció raro, pues estos festejos suelen estar muy bien cuidados. Entonces vimos que unas piedras del ayuntamiento, como quien no quiere la cosa, se estaban saliendo de su ubicación. Y luego se volvían a meter ellas solitas por arte de birlibirloque (o cosa de mandinga, según el entorno).

Luego, ¡¡uf!! no sé cómo contarlo. Ese impactante inicio, fue el digno prólogo a las visiones que se sucedieron, en las que la aparentemente dura piedra, se movía, doblaba, disolvía y cedía su espacio a una cortina vegetal, al fondo marino, a un campo de flores que brotaban sin cesar, a destellos, a focos, e incluso a fuegos artificiales. Un espectáculo precioso. Tanto es así, que lo volví a ver en dos ocasiones más (lo proyectaron tres veces cada día) y me encantaría presenciarlo de nuevo.

Francesca, como buena tana, sugirió que cenásemos pasta. Y hasta la preparó ella misma. Me dijo que eran (cielos, he olvidado el nombre, parecidos a los tallarines). Después, diversas indecisiones, del pequeño grupo que se había formado, causaron que me fuera solo a la fiesta. Bueno, es lo que tocó.

No tenía claro a cuál de las múltiples actuaciones acercarme, así que de entre las más próximas, opte por la más cómoda, que también era la más exótica, pues se trataba de un grupo de Estambul, que no conocía en absoluto: Baba Zula.

Y me gustó. Me lo pasé bien escuchando, pero sobre todo viendo. Y no tanto las evoluciones de sus tres músicos o las esporádicas apariciones de una bailarina. Todo eso, quedo eclipsado por la artista que, a un lado del escenario y sin hacerse notar, estuvo dibujando y borrando durante prácticamente toda la actuación, a una velocidad de vértigo. Manejaba un programa de dibujo con un dominio, con una maestría, que me dejaron extasiado. Y todo en blanco y negro, salvo en una única ocasión en la que hizo brotar naranjas. Y a los pocos instantes de haber creado algo, lo borraba. Pero lo borraba “a mano” con lo que siempre le quedaban restos. Y precisamente esto restos constituían la base para su siguiente dibujo. Esa gran artista es Ceren Oykut.

El día siguiente, diada de festa major, había una interesante actividad, que también se ha repetido hoy domingo, aunque a otro nivel. Se trataba del matí casteller (o mañana “castillera”, si se me permite ese intento de traducción).

Como de costumbre, no aportaré detalles técnicos ni históricos, dejando esa tarea para quienes deseen adentrarse en esa tradición. Aunque, en esta ocasión os lo pongo más fácil, con estos cuatro buenos enlaces:

· http://es.wikipedia.org/wiki/Casteller

· http://ca.wikipedia.org/wiki/Casteller (está en catalán, pero es más completa que la anterior)

· http://www.lawebdelscastellers.com/

· http://images.google.es/images?hl=es&source=hp&q=castellers&um=1&ie=UTF-8&ei=4Pa_SpC1MNWgjAeKy4U2&sa=X&oi=image_result_group&ct=title&resnum=4

Tradicionalmente el día de la Mercè actúan las collas locales y el domingo las de fuera de Barcelona. Con esto se da la curiosa circunstancia de que los anfitriones Els Castellers de Barcelona, cuando reciben a las collas de los otros barrios, son ellos quienes destacan. Y cuando los invitados son las collas de 9 o extra, quedan eclipsados (ellos son de 8). No en vano entre otras muchas cosas, se necesitan un montón de años para formar una buena colla. Y els Castellers de Barcelona, “solo” tienen cuarenta.

Que os podría comentar de la emoción vivida. Ver a la plaza abarrotada que, en el momento de iniciar la construcción enmudece (salvo algún turista despistado). Y se masca el silencio, mientras suena la música de las grallas que, al igual que el cap de colla, van guiando la ascensión. La tensión también crece y cuando se acerca el momento cumbre, es tan, tan palpable, que el público se olvida de que debe respirar.

Al fin un estruendo de aplausos premia la consecución de la obra. Se trata de ese instante en el que la emoción contenida ante la incerteza del logro, estalla y se desparrama por toda la plaza. Y se erizan los vellos y se humedecen los ojos. Ver los rostros de los integrantes, y más especialmente a los de los pisos bajos, con que vehemencia expresan su júbilo, es impactante.

Luego llega la algarabía colectiva, la gresca, la xirinola, la celebración del logro. La materialización festiva de tantas y tantas horas de ensayos y esfuerzos. Habrá sido duro. Eso nadie lo duda. ¡Pero, naturalmente que ha valido la pena!

Las fiestas de la Mercè tienen un notable componente de fuego y pirotecnia. Un magnífico espectáculo es el Correfoc, que no os voy a describir. No os lo voy a describir porque no se puede. Hay que vivirlo, más cerca o más lejos según la decisión personal, pero hay que estar allí presente. Y perderse en el incesante estruendo de timbales y petardos. Y ver los juegos de luces, cuando el humo de la pólvora matiza y difumina la iluminación de las farolas. Y respirar esas nubes de pólvora. Y danzar al paso de dracs i diables Es un espectáculo eminentemente participativo, pero que –aunque no es lo mismo– también puede contemplarse a una prudente distancia, e imaginarse lo que se debe de sentir al estar dentro.

Cada noche, también hubo fuego en el aire. El miércoles el mini-castillo del pregón. Y los restantes días, el concurso de fuegos artificiales del jueves, viernes y sábado y el esperado colofón de las fiestas, el domingo, con su soberbio espectáculo Piromusical.

A las playas de la Barceloneta se puede llegar cómodamente en el transporte público. Metro, autobuses o tranvía según la zona de donde se proceda. Y una vez allí, pese al gentío que se congrega, no hay aglomeraciones, pues el espacio es sobradamente holgado para poder presenciar los castillos sin agobios.

Y así lo hice. Dos días me acerqué en autobús y otro a pie, pues estaba cerca y tenía tiempo. En todas las ocasiones busqué un buen emplazamiento, muy próximo al lugar desde el que se lanzaban, me relajé y me dispuse a disfrutar.

Y sí, disfruté un montón. Ese fuego domesticado que brilla y grita durante tan escasos instantes resulta un regio espectáculo. Las chispas inflaman el aire, trazando cabriolas. El juego de colores, tonos y formas… Pese a todo, y pese a que cada uno de los castillos tuvo sus detalles, sabían a poco. Al fin y al cabo, “solo” se trataba de fuegos artificiales. El plato fuerte quedaba para el domingo y con él, no podían competir.

Y el domingo por la noche, media Barcelona se agolpó en las fuentes de Montjuic. Todos queríamos despedirnos de las fiestas. Y hacerlo de la mejor forma posible: presenciando esa ceremonia de luz, sonido, colores, agua y fuego.

En aquel espacio existe una gigantesca fuente: la Font Màgica de Montjuc. Durante el resto del año, aunque con mayor cadencia durante el buen tiempo, se ofrece un espléndido espectáculo. La fuente va adoptando múltiples aspectos, con surtidores que brotan o se cierran, otros que se difuminan, algunos incluso que se desplazan y todos ellos en una sinfonía de cambiantes colores. Y, por si esto fuera poco, en determinados horarios se le agrega la música, ofreciendo a los espectadores una danza acuática que es un verdadero placer para los sentidos.

Pero la noche del final de las fiestas de la Mercè, aún es más especial. En ese privilegiado entorno, el aire se incendia. Ese cielo, sobre la expectante multitud, recibe infinidad de artefactos, que al estallar se transmutan en las más espectaculares formas imaginables. Destellos de luz, chisporroteos intermitentes, formas fugaces, culebrillas deslumbrantes y toda suerte de truenos, estruendos, detonaciones y tracas, amalgamados con la música, en un todo de una contundencia apabullante.

Hasta la propia luna, que al inicio del espectáculo, lucía ufana en el cielo, después de observar esa maravilla, se tiño de un rosa anaranjado y fue a ocultar su emoción tras la enorme nube que la traca final le dejó de recuerdo. Tal vez le pasó como a mí y no quiso que la vieran llorar.

Àngel Agüeras

Barcelona, 27, 28 y 30 de septiembre de 2009