domingo, 31 de mayo de 2009

Y allá a su frente, Estambul

Tomo prestado este verso, de la fogosa Canción del Pirata de Espronceda, para iniciar un nuevo grupo de relatos, en el que trataré de plasmar mis impresiones y vivencias en tan exótica ciudad.

Hace tiempo que esta capital se encontraba en una posición preferente, junto a Praga, en el grupo de lugares a visitar. Lo curioso del caso es que en varias ocasiones estuve a punto de poder ir. Y siempre surgió algún impedimento que dio al traste con tal propósito. Tanto es así, que terminé conociendo antes Praga. Pero todo apunta a que muy pronto se romperá la racha y emprenderé el anhelado viaje.

Eso sí, he tenido que rebajar un poquito el plan original. Resulta que, buscando otras cosas, me enteré de los trenes y barcos que iban a Estambul. Eso es algo que sucede a menudo cuando vas saltando de enlace en enlace. Así que me planteé: ¿Y si en vez del viaje convencional de ida y vuelta en avión, hago otra cosa? Y planifiqué llegar a Viena y desde allí, viajar en tren a Estambul. Y el regreso aún se brindaba más emocionante. Ir en barco desde Estambul a Venecia, luego cruzar los Apeninos para embarcar en Génova hacia España. ¿A qué pintaba bien el plan?

Pero, por más que he buscado y he buscado, no he logrado encontrar el ferri que enlazaba Venecia con Estambul. Ésta era una línea que funcionaba tan solo durante los veranos y que, probablemente, el de este año no estará activa.

Por suerte, eso no es grave. Aunque el desplazamiento será más normalillo, el viaje se sigue presentando tremendamente excitante.

Aún lo tengo todo por hacer. Ni he comprado el billete, ni he reservado el alojamiento. Y desde mi ubicación actual, en el pueblo naturista de El Fonoll, esas actividades resultan imposibles. Pero a mediados de semana, cuando me reincorpore al mundo ruidoso, podré realizar todas esas gestiones.

¿Qué sentiré pues cuando me encuentre cantando alegre en la popa? Con Asia a un lado, al otro Europa, y allá a mi frente, ¡¡Estambul!!

Àngel Agüeras

El Fonoll (Tarragona), 18 de mayo de 2009

Pero esto lo escribí hace diez días, y ya casi es historia. Regresé de la calma para realizar algunas gestiones pendientes y asistir a jugar X jugar, la feria que abre la temporada lúdica y que se celebra en Granollers, muy cerquita de Barcelona.

Y ahí, al igual que antes en El Fonoll y “más antes” en Requena, tirando con arco japonés, también me lo pasé muy bien. Es satisfactorio realizar cosas tan diversas y disfrutarlas todas.

El caso es que me reencontré con un montón de amigos, jugué mucho (todo lo que pude), probé juegos nuevos bastante diversos y volví a participar en el campeonato de España de Carcassonne, con la misma fortuna que hace dos años. Quedé finalista y fui eliminado por el que luego se proclamó campeón. Y en honor a la verdad, debo reconocer que planteó una partida mejor que la mía, así que su victoria fue bien merecida. Mecachis. ¿Lograré hacerlo bien alguna vez?

Esas jornadas concluyeron y no solo no tenía ni el pasaje ni el alojamiento, si no que, por si esto fuera poco, no sabía cuándo podría irme, al estar pendiente de un par de trámites que no acababa de resolver.

Por fortuna el mismo lunes logré encarrilarlos y supe que concluirían el miércoles. Así que el martes pude adquirir pasaje y alojamiento. Partiría pues, el jueves a primera hora.

Y volví a hacer de las mías. Podía haber elegido entre un vuelo directo y otro con escalas. Y naturalmente me decanté por el de la escala que, oh curiosa coincidencia, era en Praga.


El miércoles, últimas gestiones y preparativos y, tachín. Listo para la marcha. Entretanto, Barcelona estaba rara. Rara pero muy bien. Había bastante tensión en el ambiente, pero tensión de la buena. Y aunque no soy para nada futbolero, sí que me habría gustado darme unas vueltas por esas calles mientras se disputaba el partido. Pero no fue posible. Hacerlo con la maleta a cuestas no era viable y tenía que coordinar bien los horarios del tren al aeropuerto.

Así que en medio de una emoción contenida que se notaba clarísimamente en el ambiente (Barcelona ese día era totalmente blaugrana) me desplacé al aeropuerto y me acomodé de la mejor forma que pude para pasar las horas previas a la salida de mi vuelo.

De repente, desde un lado de la terminal, decenas de gargantas gritaron a una: ¡¡¡¡¡goooool!!!! Bien, quedaba claro cómo iba la cosa. Luego, a lo largo de la noche fueron llegando más y más aviones, todos desde Roma, de los que descendían cientos de aficionados, cansados pero eufóricos y que coreaban aquello de: campeones, campeones, oe, oe, oe. Vaya, tendré que replantearme lo del futbol. No debe de ser tan malo si te pone tan contento.

El tiempo ha seguido su curso natural, con lo que también ha llegado la hora de la facturación. Y después la del embarque, la del despegue y todas las demás, en su exacta secuencia cronológica. Todo normal y tranquilo y todo he podido irlo resolviendo con inusitada facilidad.

En un momento dado, casi al final del vuelo, me ha extrañado ver una amplia franja de mar. Porque ahí no tenía que haber mar. ¿O sí? Me he apeado pues de la lógica de lo que debería ser y me he centrado en la de lo que realmente era. Y analizando la posición del sol, he deducido que habíamos seguido una ruta diferente a la que yo suponía y que aquello tenía que ser el mar Negro.

Efectivamente. Poco después el avión ha comenzado a girar y han ido apareciendo desde esta privilegiada atalaya, primero el Bósforo y luego la gigantesca Estambul, que hemos sobrepasado por el norte. Nuevo viraje del aeroplano que mientras perdía altura, sobrevolaba el mar de Marmara y ha enfilado el aeropuerto sin más dilaciones.

No tenía muy clara la forma de llegar al hostel, pero luego resulta que no era nada complicada. Claro que cuando ya lo conoces, todo resulta más fácil. Unas preguntas escalonadas durante el recorrido han resuelto las pequeñas dudas que surgían. Tan solo un enlace para hacer el transbordo entre el metro y el tranvía y bajarme en la parada indicada.

Y sí. Ya estoy en Estambul, terminando de escribir estas líneas, antes de arreglarme un poco y perderme en la ciudad. Y de ver, oler, sentir, tocar… Disfrutar en suma de este nudo de caminos, de esta perla codiciada por tantos, que ahora se me ofrece generosa en todo su misterioso encanto.

Àngel Agüeras

En Estambul, el 28 de mayo de 2009



La Mezquita Azul

Y el mismo jueves por la noche salí a deambular, naturalmente sin rumbo definido. Dejándome llevar y fluyendo con el entorno y a través del entorno. Resulta divertido saber que vaya por donde vaya, en este irrepetible momento, todo será nuevo para mí. Así que he caminé un poco, lentamente, como suelo hacer, recibiendo las sensaciones que se me ofrecían y dejándome fundir con y en el paisaje.

Pronto llegué a un paseo y lo fui siguiendo. (Más tarde descubrí que se trataba de los restos del hipódromo.) Y, cuando ese paseo desembocó en una amplia zona ajardinada, de repente, sin previo aviso, en el fondo apareció Ayasofya y de forma cuasi inmediata, a mi izquierda Sultan Ahmet Camii.

¿Qué podría decir de ese instante? Nada, desde luego. No es traducible en palabras. Aún se me eriza la piel al recordarlo. Ser consciente de que esas dos joyas de la arquitectura universal estaban ahí mismo, a escasísima distancia, no es algo de lo que pueda disfrutar cada día.

Y deambule un rato. Hacia adelante, hacia atrás, dando vueltas, deteniéndome. Lo que menos importaba era hacia adonde. El tiempo había dejado de existir. Y también el espacio. Estábamos tan solo ellas y yo. El resto del decorado se había difuminado. Su única utilidad consistía en realzar aún más, si ello es posible, aquellas dos bellezas.

Antes de continuar quisiera hacer una aclaración. En mis visitas, no voy enseguida al lugar o lugares “que hay que ver”. Cómo suelo viajar con un tiempo muy holgado, me reservo los platos fuertes para el final. Pero en esta ciudad hay muchos “platos fuertes” y, contraviniendo mis hábitos, vi clarísimo que éste era el momento.

Ya estaba muy cerca de la Mezquita Azul, apodo por el que se conoce a la Sultan Ahmet Camii. Me atreví y me acerqué aún más. Cada vez más cerca y más cerca. Y frente a la entrada descubrí otro detalle. El acceso era libre y gratuito. Entonces vinieron a mi mente los versos de Sabina: “Bendita sea la boca que da besos / y no traga monedas.”

Así que me descalcé y entré. ¡¡¡Oh, qué maravilla!!! Y no lo digo por la extrema belleza del lugar, si no por la magia del instante. Un momento que hay que vivirlo. Aún es menos descriptible que el anterior.

La emoción henchía mi pecho, se anudaba en mi garganta, humedecía mis ojos y se desplazaba por mi erizada piel. Doquiera que centraba la vista, descubría nuevas formas, nuevas armonías. Los ángulos variaban tras mis minúsculos desplazamientos, mostrándome distintas visiones, a cual más hermosa. ¿Era posible tanta belleza?

Incontables puntos de luz bailaban sobre mi cabeza. Y la visión, fija o desenfocada, según el momento, jugaba con esas luciérnagas traviesas, que proseguían su danza de formas y sensaciones.

También saque fotos, muchas fotos, incontables fotos. Tanto del exterior como del interior. Pero aún no las he visto. Todavía no ha llegado el momento. Cada cosa a su tiempo, que así aún lo disfrutaré más.

El sábado por la tarde regresé. Está aquí al lado y quise tener una visión diurna. Antes ya me había recreado con su vista desde la terraza del restaurante en donde almorcé. Luego callejeé un poco y terminé de nuevo adentro.

Y más o menos sentí lo mismo, pero algo más atenuado y durante menos tiempo. No se trata de que de día pierda parte de su encanto o de yo que ya esté saturado. Ni mucho menos. Pero el ser humano se acostumbra a todo. Y lo bueno se asimila con bastante más rapidez y facilidad que lo malo.

Por suerte voy a permanecer en esta amable ciudad aún durante casi tres semanas más. Y tengo mucho, muchísimo para disfrutar.

Àngel Agüeras

En Estambul, el 31 de mayo de 2009


Hace 556 años

¡Cuántas cosas pasaron ese jueves 28 de mayo!

Al concluir mi visita a la Mezquita Azul, quise regresar a mi alojamiento siguiendo una ruta diferente. Así que comencé a caminar por otro lado y muy pronto comencé a oír una música, allá a lo lejos. Era bastante rara, nada parecida a lo que estoy acostumbrado a escuchar. Tenía el ritmo muy marcado y una notable sonoridad. Vaya, que no se trataba de músicos callejeros, si no de algo bastante más elaborado. Una orquesta o algún grupo con amplificación. Pude distinguir un piano, unos timbales y poco más. ¿De qué se trataba?

Al acercarme al apiñado grupo de gente que la escuchaba, distinguí a un gran guerrero, perfectamente pertrechado: con su casco, armadura, alfanje, daga, arco… Y afirmo lo de gran, tanto por su complexión, como por su porte, que era espléndido. Cerca se hallaban otros, aunque con un uniforme bien diferente.

Al poco de llegar, concluyo esa pieza y tras la petición formal de permiso para interpretarla, comenzó una marcha. También muy bonita, pero rarísima. Vaya, a lo turco. Concluida ésta, la banda interpretó una segunda, de similares características. Pero esa era la última pieza y debía de ser importante. Así que mientras la tocaban, prendieron nada más y nada menos que un castillo de fuegos artificiales, que habían plantado allí mismo para la ocasión. ¡¡Caramba, qué detalle!! ¡Menudo recibimiento me habían preparado! En realidad no hacía falta tanta parafernalia. Pero me encantó. A nadie le amarga un dulce, ¿verdad?

Vale, vale. Sí, ya sé que no fue exactamente así. Pero es tan bonito soñar. Y además sale gratis. Dejadme pues unos segundos más con “mi” recibimiento.

En realidad, ese concierto, formaba parte de los actos de la celebración del 556 aniversario de la conquista de Constantinopla por el ejército Otomano. Y no era el único. El día siguiente, vi en un cartel que había otro aún más importante y para esa misma tarde.

Cuando llegué al hostel les mostré la foto de dicho cartel para que me indicasen el lugar que, por suerte, no quedaba muy lejos. Pero yo estaba muy cansado tras la gran caminata que me había pegado por Asia. Así que descansé un ratito y me dirigí al lugar indicado.

Salí ya algo retrasado, pero con la moral muy alta. Aunque pronto comprobé que saber (más o menos) por donde queda un lugar en una ciudad desconocida, no es lo mismo que saber llegar ahí, especialmente en lo que concierne a los tiempos y distancias. Naturalmente me llevó un buen rato y diversas preguntas, pero conseguí llegar.

El lugar, una explanada a la orilla del Haliç (Cuerno de Oro), estaba repleto de gente, vaya, lo normal para un evento así que, además, tenía lugar un viernes por la noche. Habían instalado un escenario y una alargada pantalla transparente. Y también, como descubrí más tarde, un espacio con asientos, que ni tan siquiera llegué a intuir entre el gentío.

Lo primero que vi (ignoro si antes de mi arribo hubo algo diferente) fue un espectáculo de luz y sonido: música, reflectores, rayos láser y surtidores. Vaya, algo digno de disfrutar. Lástima que llegara al lugar bastante tarde, pero lo visto, me satisfizo plenamente. Después, un orondo cantante lírico, acompañado entre otros de la misma orquesta o banda militar del día anterior, interpretó diversos temas totalmente desconocidos para mí. Pero no para el resto del público, que en diversas ocasiones, también los coreaba.

Y con el último, zas, otro castillo de fuegos artificiales. Espléndido final para un día plagado de emociones. Y pensar que esa misma madrugada estaba en una Barcelona eufórica por la copa futbolera recién conseguida. Sin embargo, ahora ya me encontraba en el otro extremo del Mare Nostrum, en una ciudad que a cada minuto se me mostraba más amable y atractiva.

Àngel Agüeras

En Estambul, el 3 de junio de 2009


Por partida doble

Llevo ya algo más de una semana en Estambul y he podido disfrutar de interesantes vivencias. Una de ellas ha sido la excursión por el Haliç que, además, he realizado en dos ocasiones.

Ya sabéis que en ese aspecto soy bastante atípico. No actúo al modo convencional de hacer la visita y tacharla de la lista como “prueba superada”. Si la experiencia me satisface, regreso las veces que haga falta.

El Haliç, más conocido entre nosotros como el Cuerno de Oro, es un alargado golfo que separa en dos la porción europea de la ciudad. Ya había paseado por la zona del Galata Köprüsü (puente Gálata) y del Eminönü Iskelesi (puerto de Eminönü), que se encuentran justo donde el Haliç confluye en el Istambul Boğazi o Bósforo. De ese puerto, que en realidad es un grupo de puertos, salen prácticamente todos los transbordadores que recorren la ciudad. Y en sus inmediaciones, preparan unos bocadillos de pescado a la plancha, que están de rechupete.

Me recomendaron que hiciera ese paseo en el transbordador local (a precio local), procurando evitar las excursiones organizadas, que naturalmente, tienen precios para turistas, pese a su idéntico recorrido. Como yo ya estoy viviendo en esta ciudad, acepté agradecido la sugerencia y un caluroso día de principios de semana, la llevé a cabo.

El barco va haciendo escalas en los diversos puertecillos que jalonan a su ruta, a ambos lados del brazo de mar, con lo que pude disfrutar de unas excelente vistas de esa parte de la ciudad.

Pero en el recorrido, me aguardaba una sorpresa. A lo lejos me pareció ver fondeado un submarino. Atónito confirmé que eso que en la distancia semejaba un submarino, en realidad se trataba de… ¡un auténtico submarino! Y junto a él se encontraban diversos buques antiguos, un DC-3 (avión civil de los años 30), un Cobra (helicóptero de combate), vagones de ferrocarril, un autobús de dos plantas, etc. Luego repasé el plano y a todas luces, debía de tratarse del Rahmi Koç Müzesi. Tomo nota y regresaré un día de estos.

Al final del recorrido acuático hay una colina y en su cumbre se encuentra un mirador privilegiado, el Pierre Loti Kafe y otras terrazas similares junto a él. Y para llegar descansaditos, se puede ascender en un teleférico.

Pero el acceso al teleférico se halla en el lado opuesto al que nos dejó el barco. Eso en circunstancias normales no resulta grave ya que se puede atravesar un antiguo y muy peculiar puente metálico. Pero ese día no era así. Como en las inmediaciones tenía (o tendría) lugar la visita de una importante autoridad, el puente estaba cortado. Y siguió cerrado durante todas las horas que permanecí en aquella zona.

El cruce pues, lo realicé en unos botes que aquel día debieron de hacer su agosto. Tanto en la ladera como en su base, hay un gran cementerio, sobre el que se desplaza el teleférico. Y como allí está enclavada una mezquita bastante antigua e importante, la Eyüp Sultan Camii, aproveché para visitarla.

Y realmente es hermosa. Muy serena. Y en su patio está plantado un árbol con uno de los troncos más gruesos que he visto en mi vida, si no el que más. ¿Cuántos años tendrá aquel prodigio de longevidad?

La detención no duró mucho y cuando dejé aquella zona, equivoqué el rumbo. Fui caminando por el barrio, a la par que notaba que la pendiente cada vez resultaba más pronunciada y la estación del teleférico no aparecía por parte alguna. ¡Caramba, sí que debía de estar lejos! Seguí subiendo y subiendo, preguntando en un par de ocasiones por el funicular para ira al Pierre Loti Kafe, pero me imagino que debieron de entender que mi consulta era por el propio Pierre Loti Kafe, con lo que la ruta que me indicaban no era la que quería hacer en realidad. Así que cuando vi un cartel señalador del camino, comprendí lo que a todas luces ya resultaba evidente, y seguí el recorrido marcado que, por suerte, casi dejó de ascender.

Obviamente, terminé llegando a la meta propuesta. Y debo reconocer que el lugar es fantástico, disfrutándose de una espléndida vista. Así que detuve mi marcha y gocé del merecido descanso tras la ascensión. ¡Me lo había ganado, que caramba! Y no me parecerá adecuado el chiste malo, de que hay que ver de lo que son capaces los catalanes para ahorrarse los 0,70 Euros del teleférico, ja, ja, ja.

Naturalmente que el descenso resultó notablemente más fácil. (Aclaro aquí que el ascenso lo realice bordeando la colina y por "el otro lado".) Además de que, como es natural, todo él era en bajada, prácticamente discurría en línea recta y no tenía perdida alguna. Todo su recorrido era por el medio del cementerio. Para quienes no conozcáis sus peculiaridades, os comento que no hay nichos, estando todas las sepulturas en el suelo y no resultan para nada tétricos. Éste, además, estaba bastante arbolado, creándose un entorno muy sosegado.

En mi descenso también fui testigo de la vida cuotidiana del lugar. Me impactó la imagen de un joven, que rondaría los veintipocos años, y que, con una solitaria flor en la mano, estaba sentado en una repisa junto al camino. Su cara reflejaba una mezcla de profunda tristeza, a la par que serena resignación ante lo inevitable. Y me vino a la mente que debía de haber perdido a su amor de juventud, o tal vez a su madre. Pero que en cualquier caso, se trataba de una mujer muy querida. La vida es así de incomprensible. Son cosas que pasan continuamente y en todas partes.


Sin embargo, la vida sigue y yo también proseguí mi camino de regreso. Embarqué y deshice lo recorrido anteriormente, mientras el sol me obsequiaba con un derroche de rojos y naranjas. Matices estos que al reflejarse, gracias a una poderosa y desconocida alquimia, se trasmutaban en infinitud de destellos dorados y plateados.


Días más tarde, llovió durante la noche y principios de la mañana. Luego el cielo se abrió, aunque dejando algunas nubecillas remolonas. Y el aire limpio incitaba a un recorrido acuático. Así que, con Lorena, una compatriota con la que he coincidido en mi alojamiento, convinimos que era el día ideal para hacer la excursión por el Bósforo, que finaliza a las puertas del Karadeniz, o mar Negro.

Pero cuando nos acercamos al embarcadero ya estaba zarpando un buque que, efectivamente, era el que realizaba ese viaje. Y, como no podía ser de otra forma, era el último del día. Aquí debo reconocer que llegamos bastante tarde. No obstante, los cazadores de remolones nos ofrecieron otras opciones, que en buques menores hacían un recorrido similar, aunque de menor duración ya que no se desembarca. Sin embargo, preferimos reservarla para el día siguiente, en el que trataríamos de llegar en el horario adecuado.

Ella aún no había hecho el trayecto en barco por el Haliç y como a mí me gustó mucho, no me importaba repetirlo. El recorrido transcurrió bastante similar al de la otra vez, con la salvedad de que en esta ocasión el puente metálico estaba abierto.

Pero no solo estaba abierto, si no que en él tenía lugar una feria divulgativa sobre el reciclaje y hasta nos regalaron una bonita bolsa de tela para reemplazar a las omnipresentes bolsas de plástico. ¡Muy amables! Y justo al llegar al extremo en el que estaba el escenario, un grupo de teatro callejero recién había terminado su función. Lástima, pero no pudimos ver la obra.

Y esta vez, aplicando la experiencia anterior, no me perdí y pudimos realizar el ascenso en el teleférico, llegar a la terraza y, en mi caso, disfrutar de un exquisito chocolate. Muy claro. Extremadamente claro, pero muy sabroso. Lorena prefirió algo más acorde con el lugar y degustó un té.

La verdad es que no teníamos muchas ganas de irnos de allí, pero la tarde avanzaba y pensamos que sería conveniente no jugar con los horarios del buque de retorno. Y esta decisión tenía un valor agregado, si obrábamos adecuadamente, la puesta de sol se produciría durante el regreso.

Así que descendimos y embarcamos. Y el sol también prosiguió su natural descenso, aunque no llegó a embarcar con nosotros. Pero sí que, en un cielo con tan solo unas escasas nubes a lo lejos, comenzó a cambiar su color. Cada vez era más naranja y más naranja aún. Además, el zigzagueo de la ruta y el hecho de irse acercando alternativamente a cada orilla, produjo un imposible efecto. Resulta que el astro rey aún tenía un golpe de efecto escondido.

Cercanos a uno de los puertos comenzó a ocultarse tras la suave ladera del fondo, recortó la silueta de los edificios de su cumbre y desapareció tras ellos. Bien. Fue una hermosa puesta de sol.

Pero al alejarse el barco de allí, cual fénix sorpresivo, volvió a asomarse sobre el huidizo promontorio y se separó totalmente de él. Y contento, aunque tal vez un poco avergonzado por su jugarreta, se ruborizo. Y se ruborizó mucho. Tanto fue así que en la otra orilla, buscó el amago de las nubecillas del fondo, y en un marco de grúas y postes eléctricos, comenzó a disolver su base. Completamente roja, la rebanada fue achicándose hasta que, simplemente, desapareció.

Curioso final de un día en el que, ¡¡vi dos puestas de sol!!

Àngel Agüeras

En Estambul, el 7 de junio de 2009



La Divina Sabiduría

Llegó el momento. Como me alojo cerca, ya había deambulado por sus inmediaciones varias veces, tanto de día como de noche. Y por fuera, sus peculiares formas y su grandiosidad, invitaban a un más profundo conocimiento. Ahora -al fin- iba a descubrir lo que ocultaba.

Y lo de descubrir es real, no un recurso literario. Es cierto que había visto algunas fotos de su interior. Aunque siempre fue de pasada. No quería conocer con detalle y perderme la emoción que, sin duda alguna, iba a experimentar cuando aquel noble edificio se me revelara. Pero, por fortuna constaté que todas las imágenes vistas con anterioridad eran pálidos reflejos de lo que me iba a encontrar. Ese espacio irrepetible, no cabe en una cámara. Se pueden sacar muchas y muy buenas fotos de detalles, pero el conjunto resulta irreproducible.

Ayasofya, Hagia Sophia, santa Sofía o la Divina Sabiduría, son los diversos nombres que recibe. Y desde estas líneas, os invito a profundizar en el conocimiento de tan notable edificio. Tan solo os avanzo, a modo de aperitivo, que tiene casi 1.500 años, fue el primer edificio en el que se aplicaron sus revolucionarios conceptos arquitectónicos, durante varios siglos fue la iglesia de mayor capacidad y la de cúpula más elevada y ese prodigio de ingeniería se completó en menos de seis años.

Así que saqué la entrada, franqueé el acceso y penetré en el recinto. Y caminé despacio, muy despacio, como de costumbre. Hasta aquí nada excepcional. Sí, estaba viendo una de sus fachadas más cerca, pero nada más. También pude observar fragmentos de los templos anteriores, que diversas excavaciones han descubierto. Aunque, a mi modo de ver, su auténtico valor estriba meramente en haber sido los precursores por haberse emplazado en el mismo lugar.

Accedí a su interior, para encontrarme con una alargada nave, una parte de la cual está siendo restaurada, y que tienen una interesante exposición de las diversas etapas del edificio, incluyendo reconstrucciones ideales de su ambientación en distintas épocas. ¡Ay, quien tuviera la camarita mágica, o mejor aún, el tele-transportador de bolsillo, para poder presenciar aquellos fastos!

Desde ese espacio, diversas puertas permiten acceder al interior del templo propiamente dicho. Una de ellas, la central y más grande, era la que empleaba exclusivamente el emperador. Digna puerta y cargo para utilizar yo también y adentrarme en aquella joya.

Y la traspasé. Y quedé paralizado. ¡Aquello no es posible! No es humano. Es… bueno, debe de ser divino.

¡¡Es más grande por dentro que por fuera!! ¿De dónde han podido sacar tanto espacio? Que poderosa magia ha permitido agrandar y agrandar aquel recinto interior hasta adquirir unas proporciones increíbles.

Claro. Acostumbrado a las grades mezquitas (“acostumbrado” desde hace pocos días, pero acostumbrado al fin y al cabo) de planta cuadrada, esperaba hallar algo similar. Pero no ha sido así, ya que las dos naves laterales, que hacen de contrafuerte, están totalmente unidas al espacio central sin separación alguna, con lo que la planta tiene el doble de longitud de la que cabría esperar.

Pero, además, es altísima (55 m). Y eso, desde su exterior no se puede apreciar. Por tener una forma externa, compuesta de volúmenes equilibrados, su altura real queda camuflada. Y es exclusivamente en su interior cuando resalta en toda su magnificencia.

Pero, naturalmente que hay un “pero”. Y un “pero” muy gordo. Ya sabía, por diversas fuentes, que se encuentra en mal estado. Constatarlo in situ, pese a ser algo conocido, le resta parte de su encanto. No se trata de que esté muy mal, si no de que está lo suficientemente mal, como para que ese mal estado sea notable y adquiera entidad propia.

Sin embargo, cabe hacerse la pregunta. ¿Qué otro edificio, de esas proporciones y con casi 1.500 años de historia, existe en el mundo? Tal vez haya algo así por Asia. En el entorno occidental, no existe nada comparable.

Ahora están restaurando la cúpula central, para lo que han instalado un gigantesco andamio que ocupa la cuarte parte de dicha bóveda. Y aunque le quita algo de magia al ambiente, no deja de ser un elemento que resalta las imposibles proporciones del entorno. La visión de las humanas hormiguitas desplazándose por aquellas alturas, acentúa la pequeñez del observador.

El templo tiene una galería que lo circunda casi en su totalidad, a una destacable distancia de la planta. Y se asciende a través de rampas, de losas brillantes y pulidas por el tránsito de millones de visitantes.

La galería es otra fuente de sorpresas. La visión que se disfruta desde esa cota, cual atalaya privilegiada, permite observar insospechados detalles, a la par que ofrece una perspectiva inmejorable sobre la nave. Y por si esto fuera poco, también se pueden apreciar algunos impresionantes mosaicos, de los siglos IX a XII, si no me falla la memoria. Empleo la palabra impresionantes aunque sé que se queda corta. La expresividad que lograron conferir a los rostros, simplemente con piedrecitas de colores, tampoco admite descripción.

Tanto la galería como el resto del templo están pintados, salvo las partes recubiertas de mosaicos. Sabido es que cuando la catedral se transformó en mezquita, los actuales mosaicos fueron recubiertos por pinturas más acordes a su nuevo cometido. Así que la pregunta lógica es: ¿qué nuevas maravillas ocultarán esas pinturas? Supongo que el estamento encargado de su restauración ya habrá realizado las oportunas radiografías para tener constancia de los mosaicos aún ocultos. O quizás ya los han descubierto todos. ¿Quién sabe?

Debe de resultar muy delicado mantener el equilibrio en un estado laico pero de mayoría islámica. Tal vez por ello no se han retirado diversos elementos de la mezquita de dudoso o nulo valor y las restauraciones del templo bizantino, avanzan al ritmo que avanzan.

Finalmente abandoné el lugar, saturado de emociones. Con el agridulce sabor de haber desvelado un secreto que, tal vez, era mejor que hubiera seguido oculto. La imagen idealizada se ha reemplazado por la real. La real con sus poderosos altibajos. Un batiburrillo de sensaciones enfrentadas e irreconciliables: el volumen, el deterioro, los detalles magníficos, las cosas que sobran, los contraluces, los gritos del gentío, la magia que se insinúa en la penumbra…

No comprendo a la gente que sale casi a las carreras, comentando a viva voz que les quedan tantos sitios por visitar y que ahora van inmediatamente a… (el que sea). Yo ni puedo, ni quiero obrar así. Necesito mi tiempo de reposo, de asimilación de lo vivido.

Así que paseé por el parque que hay enfrente y me detuve junto a un surtidor de cambiantes formas. Allí sentado, mientras observaba el declive del sol, que se baño en la fuente, arrancando chispeantes destellos al agua y luego se retiró tras la cubierta de árboles del fondo, serené mi espíritu. ¿Será acaso esto, la Divina Sabiduría?

Àngel Agüeras

En Estambul, el 11 de junio de 2009