miércoles, 27 de enero de 2010

Avatar (o el paraíso)

Avatar (o el paraíso)

Como de costumbre, ésta no será una crónica objetiva. No es lo que pretendo cuando escribo y en esta ocasión, la imparcialidad aún se aleja más de mis intereses. Emprenderé la (tal vez imposible) tarea de describir algo que por su propia naturaleza no se expresa con palabras. Algo que se vive con la piel y se nota en el corazón.


Hace un rato que vi Avatar y casi no puedo decir nada. Casi no puedo decir nada, porque aún estoy emocionado. Y esa sensación no es frecuente, por eso mismo es tan valiosa. Me pasó al ver el Taj Mahal, o la Garganta del Diablo (en Iguazú), o Santa Sofía en Estambúl… y en esta ocasión también ha sucedido. ¡Qué suerte! Pero, la suerte, como es el caso, es posible buscarla.

La historia es previsible. Es cierto. Desde el principio se sabe cómo va a acabar. ¡Y qué más da! El final es lo de menos. Lo que importa es el camino. Y este camino que he transitado es precioso. La tecnología se ha puesto al servicio del arte (y no al revés, como suele ser habitual), para brindar un espectáculo sublime, preciosista, suntuoso, sobrecogedor, bellísimo… seguro que agotaría los adjetivos sin lograr definirlo. Debe de ser, porque no tiene definición posible, porque aún me dura la emoción, o por la suma de ambas cosas.

Obviamente hay que vivirlo, en 3D naturalmente. Y meterse en la piel del personaje, cual avatar dentro de otro avatar, para que las indescriptibles visiones en relieve hagan el resto. Es un cuento. También es cierto. Pero un cuento del siglo XXI, con todas las de la ley. Es la esencia de “Bailando con lobos” o de “El último mohicano”, sublimada y potenciada. Con unas imágenes que… que eso. Que hay que ver.

Además, me he emocionado VARIAS VECES durante el transcurso de la proyección y eso si que resulta excepcional. Y al terminar la película, casi no podía hablar. (Y mi pobre amiga acompañante ha “padecido” esta situación durante un rato.) Soy así. Necesito un tiempo para asimilar la experiencia vivida, especialmente cuando es tan intensa como ésta. Cuando la mirada de un poeta (yo me considero) se topa con esa maravilla, debe de ser normal que sucedan estas cosas. ¡¡Benditas sean!!

Luego de la pausa social, he seguido caminando hacia mi casa. Despacio, como de costumbre. Rememorando y redisfrutando las escenas que retornaban a mi mente. Y más aún, las emociones que también lo hacían. Y sé que dentro de un rato, cuando me acueste, esas imágenes regresarán para formar parte de mis sueños.


Dicen que ahí afuera hay un mundo y que es el real. Bueno. Quien se lo quiera creer, puede hacerlo. Pero yo, durante un rato, voy a permanecer en éste. Con sus montañas flotantes y sus árboles de sabiduría. Con todos sus bichos, nativos e invasores. Con su tecnología y su biología.

Y correré por las ramas, cabalgaré, hablaré Na’vi, volaré, lucharé con los buenos y, si tengo suerte, también me enamoraré de la princesa. Bueno, bueno, en realidad no será exactamente así. Si tengo suerte, ella se enamorará de mí, pues yo ya lo estoy desde que la vi.


Ha llegado la mañana a Buenos Aires y físicamente parece que estoy despierto. Amaneció no hace mucho, pero ya me encuentro levantado, activo y escribiendo esto. Sin embargo, mi espíritu continúa en Pandora. No sé lo que habré soñado. Esas vivencias no se han hecho conscientes. Pero aún perdura la sensación de seguir allí. Cuando has vislumbrado el paraíso, la realidad ya resulta menos apetecible.

También estoy, como lo diría, un tanto no sé si inquieto o aún excitado por lo descubierto. Se trata de una sensación serena y persistente, que no soy capaz de describir. Nuevamente las palabras fallan al intentar traducir ese sentimiento qué, aunque ya resulta algo más sutil que ayer, pese a ello, aún subsiste con notable vigor. Y va mutando y enraizándose, formando ya parte de mí y de mi realidad.

Realmente me han fabricado una película cuasi a medida. Han filmado algo que siempre había soñado ver. Y lo han realizado con un derroche tan apabullante de sensibilidad y tecnología tan, pero tan, armoniosamente amalgamadas, que me estremezco cada vez que aflora el recuerdo. Después de verla, ¿quién es capaz de sostener la absurda idea de que arte y técnica son dos conceptos opuestos?

Pueden ser difíciles de aunar, especialmente cuando uno intenta imponerse sobre el otro, pero cuando se logra la simbiosis y cada elemento aporta lo mejor de sí mismo para resaltar al otro, como es el caso; al igual que cuando llueve mientras brilla el sol o cuando se ríe después de haber llorado; se crea belleza en estado puro.

Y no puedo -ni quiero- valorarla con palabras o con cifras. ¿De qué serviría decir que en una escala del cero al diez yo le otorgaría un veinte? Es algo que escapa a esa clasificación. Está muy por encima. De lo que sí estoy convencido es de que marcará un antes y un después en la historia del cine.


Ya sabéis quienes me conocéis, que la noción de paraíso es un tema que me fascina. Pero lo paradójico de ese concepto es que no se trata de un lugar físico, aunque en ocasiones, pueda llegar disfrazado con esa apariencia. El paraíso es, nada más y nada menos, que un estado mental. Vivir en el paraíso, significa vivir sereno y centrado, respetándose a uno mismo y, naturalmente, respetando el entorno. Y otra de sus virtudes es que no resulta invasivo. Vaya, que no se puede obligar a nadie a vivir en él.

Paraíso y masificación, no son compatibles. No se puede entrar en el paraíso con la mentalidad del consumidor de un viaje organizado, dispuesto a que le enseñen “todo lo que hay que ver” y, además, a la carrera. Es preciso llegar con humildad, no con arrogancia, y ver lo que podemos aportar para que se mantenga y potencie, aprendiendo y disfrutando, en vez de depredarlo antes de ir a saquear otro lugar.

Lo bueno de los paraísos, es que están en todas partes. Tan solo hay que ponerse las “gafas adecuadas” para poder apreciarlos. Es cierto que algunos ambientes concuerdan más con la imagen de paraíso que tenemos. Pero se trata de eso, de una mera imagen personal que, además, ha sido inducida por la propia cultura en la que estamos inmersos. En entornos culturales diferentes, el paraíso es bien distinto. Y ahí radica su fuerza. Está abierto a todo el que realmente quiera entrar.


Àngel Agüeras

Buenos Aires, 23 y 24 de enero de 2010

martes, 26 de enero de 2010

Los cerdos felices

Los cerdos felices


Hace varios días que de forma recurrente viene a mi memoria una anécdota que escuche por la radio durante mi infancia. Esa fue una época que no me apetece para nada rememorar, ya que la defino con dos adjetivos: triste y solitaria. Pero encontrar algo rescatable de aquellos años, se merece que lo transcriba.


En casa, así como en la mayoría de las casa de entonces, se escuchaba mucho la radio. Era una distracción bien popular. Al alcance de todos.

Recuerdo que en algún programa de tertulias, alguien comentó una vivencia ocurrida en la entonces colonia de Guinea Española. Según relató, un matrimonio de vascos que se habían instalado allí, tenían una granja de cerdos. Y les debía de ir aceptablemente bien. Vivian de su trabajo y eran sus propios jefes, supongo.

Sucedió que una empresa más grande y moderna que la de ellos, también se instaló por aquella zona. Con la mentalidad del contable de oficina, dedujo que si construía las instalaciones siguiendo las tendencias más actualizadas en la cría porcina, el negocio era seguro. Allí la mano de obra era muy barata y el terreno casi regalado.

Así que pusieron manos a la obra y edificaron unas instalaciones modelo. Todo con lo más avanzado y aplicando los últimos criterios. Los gorrinos, prácticamente no tenían que hacer nada. A intervalos regulares se les administraba la comida justa y equilibrada. Ni más ni menos. Y también disfrutaban de un eficiente control sanitario. ¡Qué más se podía pedir en aquella época!

Pero las cosas no salieron tal y como se había planificado. Los marranos no estaban por la labor y se negaban a engordar. Es más, algunos incluso tenían la descortesía de enfermar o morirse, echando por los suelos la estimación inicial de evolución de la planta.

Como el tema no se resolvía, procedieron a cambiar dietas, a aplicar otras vacunas, a desinfectar más a menudo… Pero ni por esas. Los puercos seguían empeñados en su actitud tan poco grata para el consorcio de empresarios.

Llegados a ese punto, a alguien se le ocurrió la feliz idea de hacer una visita a sus vecinos vascos. Sí, aquellos que tenían la granja tan destartalada, pero que, contra todo pronóstico, seguía adelante. Alguna treta o artimaña debían de utilizar puesto que, sin emplear las rigurosas medidas higiénicas y nutricionistas que la empresa aplicaba, su explotación parecía ser próspera.

Y fueron a hablar con ellos. Los vascos quedaron sorprendidísimos de que sus poderosos colegas fueran a visitarles y más aún de que tuvieran problemas tan graves. Una empresa que marcaba el rumbo a seguir y el paradigma a imitar, les estaban diciendo a ellos que tenían serias dificultades y que no sabían cómo resolverlas. ¿Cómo era posible?

Al día siguiente, la familia visitó las instalaciones. ¡Qué notable diferencia con su modesta explotación! Realmente estaba todo preparado y dispuesto para que marchara viento en popa. Y según les comentaban, resultaba todo lo contrario.

Qué raro. Sobre el papel, todo resultaba impecable. La planificación se había ejecutado con esmero. El mantenimiento era el adecuado. Los controles y la alimentación, los necesarios. Y, sin embargo, la realidad contradecía todas las previsiones. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué no se había tenido en cuenta?


El matrimonio conocía su oficio y pudieron apreciar lo que fallaba. Aquella instalación adolecía de algo. Algo evidente para ellos, pero que al no ser cuantificable, pasaba desapercibido a la lineal visión de los gerentes.

–Miren ustedes. –les comentó él– Sus cerdos están tristes. Eso salta a la vista. Están tristes porque no tienen ningún aliciente para vivir. Solo deben de comer y engordar, sin hacer nada más. Y eso no satisface a nadie, ni siquiera a un cerdo.

–Los nuestros –prosiguió ella– tienen algo que no han previsto en sus, por lo demás, magníficas instalaciones. Tienen libertad. Por la mañana salen del chiquero y regresan a él al anochecer, sin que haga falta llamarlos. Es cierto que, al meterse en la selva, a alguno se lo puede comer una serpiente. La libertad tiene sus riesgos. Pero nuestros cerdos sí que disponen de un aliciente para vivir. Señores, nuestros cerdos, son felices.


Sé que cuando lo oí, lo que me impactó fue el comentario de la serpiente. Era tan exótico escuchar relatos del África misteriosa, en los que una serpiente se podía tragar a todo un cerdo.

¡Qué suerte tuve! Esa serpiente sirvió de involuntario anclaje para fijar el recuerdo y, más tarde, destilar el concepto. Vale la pena tenerlo en cuenta. Por eso he querido compartirlo.


Palamós (Girona), 30 de agosto de 2009