martes, 26 de enero de 2010

Los cerdos felices

Los cerdos felices


Hace varios días que de forma recurrente viene a mi memoria una anécdota que escuche por la radio durante mi infancia. Esa fue una época que no me apetece para nada rememorar, ya que la defino con dos adjetivos: triste y solitaria. Pero encontrar algo rescatable de aquellos años, se merece que lo transcriba.


En casa, así como en la mayoría de las casa de entonces, se escuchaba mucho la radio. Era una distracción bien popular. Al alcance de todos.

Recuerdo que en algún programa de tertulias, alguien comentó una vivencia ocurrida en la entonces colonia de Guinea Española. Según relató, un matrimonio de vascos que se habían instalado allí, tenían una granja de cerdos. Y les debía de ir aceptablemente bien. Vivian de su trabajo y eran sus propios jefes, supongo.

Sucedió que una empresa más grande y moderna que la de ellos, también se instaló por aquella zona. Con la mentalidad del contable de oficina, dedujo que si construía las instalaciones siguiendo las tendencias más actualizadas en la cría porcina, el negocio era seguro. Allí la mano de obra era muy barata y el terreno casi regalado.

Así que pusieron manos a la obra y edificaron unas instalaciones modelo. Todo con lo más avanzado y aplicando los últimos criterios. Los gorrinos, prácticamente no tenían que hacer nada. A intervalos regulares se les administraba la comida justa y equilibrada. Ni más ni menos. Y también disfrutaban de un eficiente control sanitario. ¡Qué más se podía pedir en aquella época!

Pero las cosas no salieron tal y como se había planificado. Los marranos no estaban por la labor y se negaban a engordar. Es más, algunos incluso tenían la descortesía de enfermar o morirse, echando por los suelos la estimación inicial de evolución de la planta.

Como el tema no se resolvía, procedieron a cambiar dietas, a aplicar otras vacunas, a desinfectar más a menudo… Pero ni por esas. Los puercos seguían empeñados en su actitud tan poco grata para el consorcio de empresarios.

Llegados a ese punto, a alguien se le ocurrió la feliz idea de hacer una visita a sus vecinos vascos. Sí, aquellos que tenían la granja tan destartalada, pero que, contra todo pronóstico, seguía adelante. Alguna treta o artimaña debían de utilizar puesto que, sin emplear las rigurosas medidas higiénicas y nutricionistas que la empresa aplicaba, su explotación parecía ser próspera.

Y fueron a hablar con ellos. Los vascos quedaron sorprendidísimos de que sus poderosos colegas fueran a visitarles y más aún de que tuvieran problemas tan graves. Una empresa que marcaba el rumbo a seguir y el paradigma a imitar, les estaban diciendo a ellos que tenían serias dificultades y que no sabían cómo resolverlas. ¿Cómo era posible?

Al día siguiente, la familia visitó las instalaciones. ¡Qué notable diferencia con su modesta explotación! Realmente estaba todo preparado y dispuesto para que marchara viento en popa. Y según les comentaban, resultaba todo lo contrario.

Qué raro. Sobre el papel, todo resultaba impecable. La planificación se había ejecutado con esmero. El mantenimiento era el adecuado. Los controles y la alimentación, los necesarios. Y, sin embargo, la realidad contradecía todas las previsiones. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué no se había tenido en cuenta?


El matrimonio conocía su oficio y pudieron apreciar lo que fallaba. Aquella instalación adolecía de algo. Algo evidente para ellos, pero que al no ser cuantificable, pasaba desapercibido a la lineal visión de los gerentes.

–Miren ustedes. –les comentó él– Sus cerdos están tristes. Eso salta a la vista. Están tristes porque no tienen ningún aliciente para vivir. Solo deben de comer y engordar, sin hacer nada más. Y eso no satisface a nadie, ni siquiera a un cerdo.

–Los nuestros –prosiguió ella– tienen algo que no han previsto en sus, por lo demás, magníficas instalaciones. Tienen libertad. Por la mañana salen del chiquero y regresan a él al anochecer, sin que haga falta llamarlos. Es cierto que, al meterse en la selva, a alguno se lo puede comer una serpiente. La libertad tiene sus riesgos. Pero nuestros cerdos sí que disponen de un aliciente para vivir. Señores, nuestros cerdos, son felices.


Sé que cuando lo oí, lo que me impactó fue el comentario de la serpiente. Era tan exótico escuchar relatos del África misteriosa, en los que una serpiente se podía tragar a todo un cerdo.

¡Qué suerte tuve! Esa serpiente sirvió de involuntario anclaje para fijar el recuerdo y, más tarde, destilar el concepto. Vale la pena tenerlo en cuenta. Por eso he querido compartirlo.


Palamós (Girona), 30 de agosto de 2009

No hay comentarios: