lunes, 15 de junio de 2009

Dos escalas en Frankfurt

Dos escalas en Frankfurt

Mi último viaje a Buenos Aires lo realicé a través de Frankfurt. Ya había previsto quedarme un día a mi regreso, pero también tuve que parar otro día en el viaje de ida.

(1ª parte)

El avión llegó con retraso a Barcelona. Y allí todo se complicó aún más. Ya se sabe que, cuando falla un eslabón, los restantes se resienten. Así que, cuando al fin emprendió el vuelo, calculé que era difícil que pudiera arribar a la hora adecuada para embarcar hacia Buenos Aires.

Conforme avanzaba hacia mi primera escala, comencé a saber que el motivo de la demora era meteorológico. El clima externo, cada vez más gélido, unificaba el paisaje en un único tono, a la par que el implacable avance del tiempo iba confirmando mi previsión.

Y así fue. La primera pantalla indicadora que pude ver en el aeropuerto de Frankfurt, ya mostraba que el embarque para el vuelo a Buenos Aires estaba cerrado. Bien, pues serenamente me dirigí a realizar los trámites necesarios para poder seguir mi viaje cuando fuera posible, tratando a la par de que mi permanencia fuera igualmente grata.

Bastante gente dirá que he perdido un día. Un día de mi vida o, para los más benévolos, un día de mis vacaciones. Este comentario tendría algo más de validez para la gente que disfruta de períodos cortos y lo tienen todo planificado. Para esas personas, un día de descontrol es mucho. Afortunadamente ese no es mi caso. Además de que la duración de mi viaje es de algo más de cinco meses, generoso margen que minimiza los efectos de un único día, no lo considero un día perdido, ni muchísimo menos.

La Vida me ha ofrecido un trueque, que he aceptado gozoso. He cambiado un día de estancia en Buenos Aires por un día de estancia entre el aeropuerto y el hotel de Frankfurt. Y no es que se trate de algo mejor o peor. Se trata de algo diferente y muy inusual. Por lo tanto, exótico y excitante.

Podría tratar de hacer una lista de los inconvenientes que, naturalmente, los he tenido. Podría quejarme. Podría maldecir al destino y estar con cara de vinagre. Podría hacer muchas de estas estupideces. ¡Menuda tontería, si además, me lo estoy pasando bien! Vale que estoy solo en una tierra extraña. Pero normalmente suelo estar solo, así que eso no supone novedad alguna.

Y en este corto período he descubierto cosas interesantes, como por ejemplo, que fue en esta ciudad en donde se construyeron los grandes dirigibles.

Me han ofrecido un vuelo nocturno en otra compañía, o una plaza para el de mañana. Naturalmente que he escogido la segunda opción, que llevaba agregados el alojamiento y la manutención. Como dije, no tengo prisa alguna.

El hotel es magnífico y los opíparos ágapes de que he disfrutado, hasta me han hecho celebrar la demora.

El único detalle menos satisfactorio, es que no he visitado la ciudad. Con el frío tan salvaje y brutal que hacía, ¿quién era el valiente dispuesto a abandonar la calidez del hotel? Además, como podré darme el paseo pendiente a mi regreso, para la primavera y con mejor clima ¿espero?, me he dedicado a disfrutar del hotel.

Concluyo con una frase que podría aplicar a este caso: “hay quien se lamenta ante los vientos desfavorables, hay quien espera que cambien y hay quien ajusta las velas.”

Àngel Agüeras

Aeropuerto de Frankfurt, 15 de noviembre de 2008 y tren València-Barcelona, 7 de mayo de 2009

(2ª parte)

En el viaje de regreso, ya tenía prevista una parada de 24 horas en Frankfurt, aprovechando la opción de break journey existente en los vuelos largos.

Para mi sorpresa, en Buenos Aires y pese a esa interrupción del vuelo, me han ofrecido la posibilidad de facturar la maleta directamente al destino final. ¡Que bien! Así ganamos todos. Ellos se ahorran una nueva manipulación y revisión. Por mi parte, aunque busqué un hotel cercano a la estación, moverme con menos bártulos será más cómodo.

Resulta notable la cantidad de facilidades de que disfrutamos ahora los viajeros gracias a Internet. Desde Buenos Aires, pude hacer una búsqueda selectiva de los alojamientos en Frankfurt. Pude reservarlo y también pude consultar el plano de la ciudad, para conocer la ruta que debía de seguir desde la estación hasta el hotel.

Así que he llegado a él con suma facilidad. Y tras asearme un poco y dejar la mochila, he salido para cumplir con el objetivo de esta escala. Conocer un poco alguna parte de la ciudad.

La simpática recepcionista del hotel me ha recomendado que me desplazara con el metro una o dos paradas para llegar al centro histórico, ya que -según ella- por el camino no había nada que ver. Pero, al ser forastero, todo me era desconocido, así que en esa y en cualquier otra ruta, sí que tenía mucho que ver. Por consiguiente, no he seguido su consejo y he realizado todo el recorrido a pie.

El día era gris y desapacible. ¡Y yo que esperaba llegar a la primavera! O, tal vez, resulta que primavera en estas latitudes significa encontrarse con “eso”.

El caso es que he regresado a la estación de ferrocarril y la he vuelto a recorrer

gracias al descubrimiento de una puerta lateral de acceso. Al igual que la de Múnich (que es la otra estación alemana que conozco) es de amplias dimensiones y parece muy cómoda. ¡Da gusto pues estar en un país que tiene en tan alta consideración el transporte ferroviario!

He salido pues por la puerta principal y me he encaminado hacia el centro histórico. Es curiosa la mezcla de edificios modernos y clásicos. Máxime cuando estos últimos debieron de ser destruidos por los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Supongo que los debieron de reconstruir en cuanto les fue posible, con el fin de no perder la propia identidad.

De repente ha sonado una melodía. Bajo los puentes del Sena, creo que se llama. La interpretaba un solitario acordeonista, de inequívocos rasgos balcánicos. Y nadie, excepto yo, se ha detenido a escucharla. Bien, debe de ser, porque yo sí que tengo tiempo para alimentar el espíritu. Cuando ha concluido, únicamente ha recibido mi también solitario aplauso. Pero no era eso lo que él quería y me ha señalado la bolsa vacía. ¡Tocado! Es cierto. Los artistas no solo se nutren de aplausos. Al igual que el resto de los mortales, también precisan alimentos físicos.

Posteriormente he tenido otro encuentro con la música, cuando he visto una iglesia, la de santa Catalina. Y como su forma externa era bien diferente a la de las que conozco, he sentido curiosidad por ver su interior. Y justo antes de traspasar la segunda puerta, he escuchado algunas notas de órgano.

Su sonoridad resultaba magnífica, así que he entrado sin más dilaciones. Es una lástima, pero no se trataba de un concierto, ni tan siquiera de un ensayo, si no de unas prácticas, en las que el profesor guiaba a su alumno en los pasajes más difíciles.

Pero, para mi sorpresa, el órgano era muy pequeño. ¿Cómo podía sonar de esa manera un instrumento de esas dimensiones? Algo no me cuadraba y al fijarme un poco más, he observado que estaba cerrado. ¿Tal vez podía tener el teclado separado? Me he adentrado más en el templo y al girarme, he descubierto que además del pequeño ubicado sobre una puerta lateral, en el coro también existía un magnífico ejemplar de gigantescos tubos.

Y como para confirmar lo que ya resultaba evidente, el alumno ha desgranado una nueva sucesión de notas, seguidas de los oportunos comentarios de su preceptor. Qué lástima que en vez de en esa clase, no hubiera atinado a llegar durante alguno de los ensayos de los concertistas. O mucho mejor aún, cinco minutos antes de un buen concierto y con plazas disponibles. Pero bueno, no se puede tener todo.

Luego, mi incierto deambular me ha llevado a un moderno recinto, cuyo nombre es CAFÉ & BAR CELONA. Vaya, es la segunda ocasión en pocas horas que me reencuentro con mi antigua ciudad. La primera fue un poco antes, en un cartel publicitario del lateral de la estación. En él se exponían las excelencias del diseño más “fashion” de París, Londres y, naturalmente, Barcelona.

Me han sorprendido ambos. Y me han dejado bastante tibio. Yo ya no vivo ahí. En parte, la evolución que ha seguido esa ciudad es lo que me ha invitado amablemente a dejarla. Por ello no es de extrañar que califique ese proceso como la involución que ha padecido.

Una ciudad que, en palabras de un buen amigo, también autoexiliado; brinda su mejor sonrisa al rico y es inflexible, insensible e insaciable con el resto, no parece el mejor entorno para sentirse orgulloso de haber sido uno de sus ciudadanos.

Pero no estoy aquí para hablar de Barcelona, si no para hacerlo del trocito de Frankfurt que he visto. El tema de la Ciudad Condal, queda pendiente, aunque no creo que llegue a escribirlo. No estoy especialmente motivado.

Paseando, paseando, he llegado a otra plaza, desde la que a lo lejos se divisaba una hermosa torre. Bueno, torres hermosa aquí hay muchas, pero ésta me ha gustado aún más. Y la he conservado así. Misteriosa en la distancia. Ya la exploraré en otra ocasión.

Luego he llegado al río, atravesado en aquel sector por un curioso puente metálico. Y digo lo de curioso por varios aspectos. El primero es que en aquel margen, terminaba de una forma abrupta, con escaleras y un ascensor para alcanzar su inicio. Probablemente reformas viarias posteriores le quitaron su relevancia para dejarlo en patrimonio histórico, eso sí, sumamente práctico para peatones y ciclistas.

Y, con el fin de que estos últimos lo tengan aún más fácil, en los márgenes de las escaleras había una rampa, para poder llevar con facilidad bicicletas y carritos de la compra. ¡Qué bueno que resulta, pensar cosas prácticas y después hacerlas bien!

Otro detalle que me ha llamado la atención, ha sido que el gran cartel colocado sobre el arco más cercano. No sé lo que pone en sus tres líneas. Pero supongo que algunos de los habitantes de Frankfurt tampoco lo deben de saber. Comenta algo sobre los puentes y los viajeros, ¡pero en Griego clásico! Curioso, ¿verdad?

A todo esto, el sol remolonamente, comenzaba a retirarse hacia su descanso nocturno. Y el gusanillo de la panza también iba dando señales para que fuera atendido, así que he retornado a la plaza anterior y he investigado las diversas ofertas gastronómicas.

Me ha extrañado ver bastantes platos de pescado, pues el mar queda un poco lejos. Tal vez sean de río. O quizás se trate de un manjar muy apreciado. Yo que sé. Pero hallándome en Frankfurt, que quería comer, naturalmente, eran salchichas. (Nota para los Argentinos: Los panchos en España se llaman Frakfurts o salchichas de Frankfurt, aunque aquí se preparan a la plancha.)

El caso es que casi todos los lugares eran restaurantes. Y yo no quería cenar. Como dije, lo que quería era ¡comer salchichas! Por suerte, casi todos no es todos. También había una salchichería. Y la guinda del pastel es que la amable dependienta -¡oh inesperada fortuna!- hablaba español.

Así que me he dejado aconsejar por ella y he degustado en primer lugar una Rindswurst, regada con la adecuada jarra de Henninger, la cerveza local. Y como ambos productos estaban muy buenos, he reincidido; pero esta vez con unas Frankfurter Würstchen mit Kartoffelsalat, además de una nueva jarra de Henninger.

Algo más alegre y con los reflejos un tanto más relajados, he reemprendido mi deambular hacia el hotel. Pero ahora siguiendo una ruta bastante más directa ya que, no es bueno jugar con las inclemencias. Si bien, mientras era de día, el clima resultaba agradable, al ponerse el sol se tornó en francamente gélido. Y la gente desapareció de las calles. Así que si los nativos actuaban de esa forma, pensé que sería sensato imitarles.

La ducha caliente me relajó aún más. Y aunque los efectos de las cinco horas de diferencia (“jet lag”) se notaron, dormí a pierna suelta. Casi como los ángeles, me atrevo a afirmar.

Entretanto, una civilizada lluvia, que tuvo el detalle de aguardar a que ya estuviera en el hotel para iniciar su llanto, acentuaba la melancolía del entorno. Y llovió, y llovió, y llovió toda la noche. De una forma suave, comedida, constante, moderada, eficiente.

Poco antes de amanecer cesó. Pero las nubes siguieron montando guardia y el sol no se atrevió a aparecer. La tierra estaba aún húmeda cuando salí. El aire limpio y el ambiente sereno, habrían propiciado una estancia más larga. Pero no sería en esta ocasión. El pájaro metálico me aguardaba, para engullirme en su panza y depositarme en mi destino. Y hacia él me dirigí. El resto… ya vendrá. Prácticamente aún está por vivir.


Àngel Agüeras

Aeropuerto de Frankfurt, 28 de abril de 2009 y Barcelona, 29 de abril de 2009