jueves, 22 de octubre de 2009

La cocina rebelde

Hoy en día, a nadie se le ocurriría decir que una cocina de gas no es práctica. Podrá cuestionar, eso sí, si es o no el mejor sistema de cocción. Si se aprovecha óptimamente o se despilfarra la energía. Si los alimentos saben mejor o peor que con otros sistemas. Si son más o menos sanos. Incluso si se deben cocinar o es preferible ingerirlos crudos. Podrá cuestionar todo eso y bastantes temas más, no lo dudo. Pero no podrá negar que, el simple gesto de girar una llave de paso y acercar una llama para generar calor, es notablemente práctico.

Sin embargo, no siempre ha sido así. Ya que, dicho en lenguaje matemático, al menos en una ocasión, al menos una persona, opinó de otra forma. Esa persona era mi madrina Nieves, a cuya memoria dedico este texto.

Nieves vivía con su hermana en una población de Girona. Cuando la conocí ya atesoraba muchos lustros de experiencias vitales. Y ni la guerra vivida, ni otras circunstancias familiares, habían borrado de su cara esa serena sonrisa, que junto con su amabilidad y sencillez, mostraban que era una buena persona.

Además de buena persona, era una excelente cocinera. Aún recuerdo con nostalgia y agradecimiento aquellas deliciosas sopas de ajo, unos guisos sabrosísimos y un pato con castañas que jamás he vuelto a probar.

Tal vez el secreto del exquisito sabor de sus platos, consistía en el cariño con que preparaba las comidas. No dudo que ese era el principal ingrediente. Otro, también destacable, era el método de cocción. Ella cocinó casi toda su vida en un fogón de carbón.

La metodología, aprendida de su madre, seguía siempre los mismos pasos: Retirar el exceso de ceniza. Colocar una hoja de diario arrugada en el fondo del fogón. Poner encima el carbón. Encender el diario y atizar el fuego. Cuando ya había prendido bien, solo faltaba colocar encima la olla de barro o la sartén negra y comenzar a cocinar.

Ese sistema hoy en día nos puede parecer: anacrónico, lento, sucio, incómodo, etc. La cocción tarda más. Se produce humo y hollín. El carbón hay que traerlo y la ceniza vaciarla. Los cacharros de barro pueden romperse, pesan más y son más engorrosos para limpiar. Los de hierro negro son sucios y desentonan con la aséptica cocina de diseño que nos dicen debemos tener. Incluso el olor de la combustión podría molestar a alguna nariz sensible. Y puestos a buscar, aún se podrían encontrar más inconvenientes.

Sin embargo, y sin desmerecer para nada los sistemas actuales de cocción, voy a citar las ventajas de aquel. En primer lugar, y fruto de sus muchos años de práctica, mi madrina sabía exactamente cuanto carbón necesitaba poner para cada tipo y cantidad de comida. También sabía el tiempo que tardaría en hacerse, aunque creo que eso era lo que menos le importaba, y podía avivar más o menos el fuego y regular el tiro del fogón para controlar este aspecto. Otro detalle interesante es que el fuego comenzaba suave, aumentaba en intensidad, se reducía progresivamente y las brasas que quedaban mantenían calientes los alimentos durante un buen rato. Es decir, una vez iniciado, era un sistema autorregulado y autónomo.

Sin embargo todo el mundo le decía que cómo podía seguir cocinando así. De una forma tan antigua. Que lo que tenía que hacer era comprarse una cocina de butano. Que ya vería lo bien que le iba. Que fulanita ya tenía una y estaba encantada. Que ahora lo guisaba todo en un periquete. Que era blanca, esmaltada y muy bonita. Que ya no tendría que acarrear el carbón ni limpiar tanto.

Tantas cosas le dijeron y tantas veces, que comenzó a pensar si no tendrían razón. Así que al fin se decidió y se compró la maravillosa cocina de butano, toda blanca y reluciente ella. La cocina que acabaría con todos sus problemas. La cocina que le haría pensar como había podido vivir sin algo tan sumamente imprescindible.

Toda ilusionada comenzó a probarla. ¿Pero, qué pasaba? ¿Por qué todo funcionaba al revés? ¿Por qué salía un fuego tan fuerte que le rompía los cacharros? ¿Por qué se le quemaba la comida? ¿Por qué la llama no se apagaba cuando ya estaba cocinado? ¿Por qué la comida sabía peor?

Tal vez, de haber tenido otra edad y otras necesidades, mi madrina también habría aprendido a cocinar con aquel artefacto. Sin embargo, opinó que no era un buen invento y que su fogoncito de carbón era mucho mejor y más práctico. Y, naturalmente, tenía toda la razón del mundo.

Su cocina era grande, así que dejó aquel trasto en un rincón y siguió, como siempre, cocinando en el fogón de carbón. Y cuando alguien le decía que por qué no la usaba, ella, con una amable sonrisa respondía: “Yo ya soy muy vieja para estos inventos modernos.”


Àngel Agüeras Martín
Barcelona, 4 de abril de 2002

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