lunes, 14 de enero de 2013

¿Cuándo comienza un viaje?



¿Cuándo comienza un viaje?


Me hallo al fondo del avión, en el peor de los asientos de la clase económica, que por no tener no tiene ni ventanilla ni pasillo. Pero, tal vez para compensar, también estoy degustando los últimos sorbos de una exquisita Leffe, a la que seguramente la altura ha vuelto aún más apetecible. Volar en una aerolínea belga, ha tenido esa inesperada satisfacción.
Antes de apurar el final del dorado líquido, a palo seco, y mientras pienso que no hubiera estado de más acompañarlo de algo sólido, me aflora un pensamiento recurrente durante los últimos días: ¿Cuándo comienza un viaje?
Está claro que ahora me encuentro en el inicio de uno. Mi ambicioso viaje invernal de 2012-2013. Pero no satisfecha con esa constatación, la pregunta sigue insistiendo en hallar su pertinente respuesta: ¿Cuándo comienza un viaje? Ímproba tarea, ya que respuestas hay muchas. Casi tantas como viajeros.

Los más radicales afirman que el nuevo viaje comienza cuando regresas del último y, aunque cansado y sin ganas de moverte durante una temporada, en el fondo, muy en el fondo, ya empieza a brotar la incipiente cuestión de ir elucubrando hacia dónde apuntará el siguiente. Al fin y al cabo, si tenemos dos piernas, probablemente sea para irlas utilizando.
Algunos proponen considerar como inicio el momento en el que surge el deseo de viajar, o cuando se concreta el destino, o tal vez, el instante en que se comienza a recabar información sobre la empresa planteada.
Hay quienes, más sólidos en sus objetivos, mantienen que no se inicia el viaje hasta que no se adquieren los pasajes pertinentes. Es decir, hasta que no se ha consumado el pago, logrando así que esa idea se torne en algo tan tangible como un montón de bits en vete tú a saber qué servidor informático. Eso sí, contando con el valioso respaldo del correo electrónico de confirmación.
Otros declaran que el viaje no nace hasta que no se acomete la ardua tarea de preparar el equipaje. Siempre pesado e invariablemente repleto de montones de cosas que no se utilizarán. Y, para que no se pierdan las tradiciones, con aquel pequeño detalle que se descubre necesario y muy valioso, justo cuando ya no resulta posible agregarlo.


Los más decididos mantienen que el viaje no comienza de verdad hasta el instante en el que se sale de casa, o hasta que abordamos el primer medio de transporte. O incluso, hasta que ese vehículo despega, zarpa o se pone en marcha.
Y el caso más extremo se da entre los pobres que viven convencidos de que todos los prolegómenos son un mal fatalmente necesario y que el viaje comienza exclusivamente cuando ya están instalados en el hotel de destino, dispuestos a gastar esa ración de aventuras o descanso que han adquirido y para cuyo consumo han tenido que soportar el “siempre horrible viaje (sic)”.

Todas esas opciones deben ser bien válidas. Cada cual es libre de opinar como le plazca. Obtenida esa conclusión; la pregunta, que observa algo inquieta que por estos derroteros no va a hallar la pretendida respuesta, se reformula para seguir siendo pregunta respondible: “¿Cuál ha sido el momento inicial de mi viaje?”
Podría acogerme a cualquiera de las alternativas enumeradas, pero eso sería escurrir el bulto ya que he detectado perfectamente cuál ha sido ese momento, en el que he notado con total claridad que mi viaje comenzaba. Y se ha tratado de un instante personal, de una sensación totalmente subjetiva, que me ha llegado así, sin más, de repente y por sorpresa.
No fue al tomar la decisión de partir. Tampoco lo noté ayer, cuando tras casi un mes de ir empaquetando y trasladando mis pertenencias, dejé libre y expedita la que había sido mi vivienda durante los últimos dos años y poco después apilé la última caja en el lugar en que aguardarán mi retorno.
Al subirme al tren que me tenía que trasladar de Barcelona a València me invadió una extraña sensación; mezcla de fatiga física y semirelajación anímica, que llegó acompañada de unas gotas de inquietud ante la excitante etapa que se avecina. Pero tampoco noté ponerme en marcha, pese a que resultaba evidente que lo estaba haciendo.
Me ha llegado en el momento menos pensado, justo en una etapa intermedia, durante mi escala en Barcelona. Cuando tras bajar del autobús he subido al tren de cercanías con destino al aeropuerto, he acomodado las maletas y me he podido repantingar durante unos instantes. Justo en ese momento he comprendido que era entonces cuando realmente comenzaba mi viaje. Ha sido a las 12:32 del viernes 30 de noviembre de 2012, para los astrólogos y quienes deseen mayor concreción.



Ahora el avión está iniciando las maniobras de aterrizaje para posarse en Bruselas. Desde allí, otras dos aeronaves me trasladarán, con una larga pausa intermedia, a la primera etapa de este nuevo periplo. ¿Qué cual es? Algunos ya la conocéis. Al resto os propongo una adivinanza. Está relacionada con un título del admirado Manuel Vázquez Montalbán y también comparte algo con mi nombre de pila.
¿Qué, resuelto? Veréis que se trata de un lugar que nunca fue colonia y que emplean un alfabeto propio.

El aeropuerto de Bruselas está cubierto de niebla y, como es deducible, en el exterior debe de hacer un frío que pela. Nada que ver con las, aunque igualmente frías, radiantes jornadas previas en València y Barcelona. Pero, como sólo permaneceré aquí unas pocas horas, se aguanta bien. La excitación del viaje recién estrenado me recuerda que ya estoy inmerso en esta nueva y emocionante aventura.



Vuelo EY 7270 entre Barcelona y Bruselas, el 30 de noviembre de 2012

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